lunes, 30 de mayo de 2011

OPERACION ALGECIRAS



(Publicado en La nación el 23/7/2000)
Como informó la corresponsal de La Nación en Londres, The Sunday Times difundió una operación de comandos que debieron realizar buzos argentinos en la base británica del Peñón de Gibraltar a mediados de 1982. Incluyó el diario inglés detalles sobre la misma, señalando que se frustró a causa de haber sido interceptadas comunicaciones telefónicas de los buzos argentinos por servicios de inteligencia franceses.

Durante el curso de la guerra apareció en la prensa un cable de pocas líneas, informando sobre la captura en España del grupo de comandos. Luego, un manto de silencio se tendió sobre el asunto.

Una tarde de primavera de 1986 visité al almirante Jorge Isaac Anaya, traje el caso a colación, y le pregunté si quería y podía contarme algo sobre el mismo. Mi curiosidad fue recompensada con la fascinante historia de una operación de inteligencia realizada por la Armada, participando en ella como voluntario el ex comandante de Montoneros Máximo Nicoletti, que, en 1975, hundió la fragata ARA Santísima Trinidad, a poco de ser botada en el astillero de Río Santiago (*).
Me reuní luego con el almirante Eduardo Morris Girling que, en su carácter de jefe del Servicio de Inteligencia Naval, organizó aquel que, informalmente, se empezó a conocer como Operativo Algeciras.
Publicada la novela, que incluía pasajes de ficción, me visitó Nicoletti, haciéndome saber nuevos detalles de la operación, que ampliaban y rectificaban parcialmente los que yo conocía. También aproveché un encuentro con el doctor Nicanor Costa Méndez -canciller argentino durante la guerra- para confirmar otros aspectos del caso. Por último, gracias a un contacto fortuito, pude almorzar dos veces con el comisario de la policía española que detuvo a nuestros buzos. El relato que sigue armoniza la información obtenida de esas fuentes.

En marcha la Task Force hacia el teatro de operaciones del Atlántico sur, Anaya concibió la idea de golpear a Inglaterra en Europa, trasladando la guerra a su propio campo. Pensó también que Gibraltar era el lugar indicado para ello. Y confió al almirante Girling llevar a la práctica el proyecto.
Girling compuso un grupo de cuatro hombres. Los buzos fueron ex montoneros que actuaron como voluntarios, entre ellos Nicoletti. Tuvo a su cargo la misión un marino retirado, de graduación intermedia, que no era buzo, hoy fallecido.
Uno de los muchos problemas que se debieron resolver fue el de las comunicaciones, a cuyo efecto, luego de descartar varios procedimientos posibles, se optó por llamadas telefónicas entre una cabina pública y una modesta casita de la que aquí disponía la Armada, cuya titularidad estaba a nombre de un civil jubilado. Aparentemente las comunicaciones realizadas por esa vía jamás fueron interceptadas. Otro de los problemas consistió en el envío de los explosivos por utilizar que, finalmente, viajaron por vía diplomática, sin conocimiento de la Cancillería y encubiertos con el aspecto de una boya con gajos de alegres colores.
Provistos de pasaportes falsos, los buzos llegaron a Madrid por vía aérea y en automóvil se trasladaron hasta la zona del Peñón. Allí se hicieron pasar por empresarios de vacaciones, aficionados a la pesca, proveyéndose para ello de un bote de goma con motor fuera de borda. Llegaron a ser personajes bastante populares en la playa, y durante sus salidas inspeccionaron prolijamente el ingreso en la base inglesa, verificando que las redes de acero que la protegen contra ataques submarinos no estaban colocadas.
De acuerdo con lo dicho por alguno de mis informantes, los argentinos entraron buceando a la base; según otros, obtuvieron información navegando en sus proximidades. Lo cierto es que verificaron que en ella no había buques de guerra sino tan sólo un pequeño minador con casco de madera, que no justificaba el ataque. Que se demoró así por falta de blancos "rentables".
Aguardaban los buzos cuando entró a la base un superpetrolero con bandera liberiana para abastecerla. Pero, consultado Anaya, denegó la autorización de volarlo por tratarse de un barco con bandera neutral y porque el consiguiente derrame de petróleo contaminaría las aguas circundantes, generando una reacción internacional adversa a la Argentina.
Finalmente atracaron una o dos fragatas inglesas (mis informantes difieren en cuanto a número y tipo, si bien estiman que se trataba de las de clase 42, gemelas del Sheffield) que se sumarían a la flota que ya operaba en el sur. Pero, antes de realizar su tarea esa noche, por un exceso de pulcritud nuestros comandos resolvieron renovar el alquiler de los automóviles que habían rentado. A causa de ese trámite nimio su empresa se vería frustrada. Veamos ahora cómo se encadenaron los acontecimientos que llevaron a tal desenlace, relatados por el policía español que actuó en el caso.
En su calidad de jefe policial con jurisdicción sobre esas playas andaluzas, mi simpático confidente me relató que, a poco de asumir sus funciones, dispuso que las agencias dedicadas a alquilar automóviles le elevaran un informe rutinario sobre las operaciones realizadas a diario. Así, cierta tarde le llamó la atención que argentinos jóvenes hubieran rentado dos coches, pagando con dólares en efectivo. Su prevención se explica si tenemos en cuenta que tales pagos suelen efectuarse con tarjetas de crédito y que, como me dijo el comisario, en esa época aún se recelaba de argentinos y uruguayos que llegaban a España, empujados por el curso de la lucha armada que tuviera lugar en sus países durante la década de los setenta. De modo que indicó a la agencia que le avisaran si esos hombres volvían a hacerse presentes en la oficina. Y se olvidó del tema.
Asunto que recordó cuando, desde la agencia, le informaron que allí estaban los argentinos para renovar el alquiler de sus vehículos. Ordenó el comisario que los entretuvieran y marchó a interrogarlos.
Una anomalía en la libreta de cheques secuestrada a uno de ellos le demostró que éste mentía. Formalmente detenido, terció otro y, en privado, reveló su condición de oficial de la Armada Argentina, pidiéndole zanjara el problema para poder concluir la misión.
-Si tú eres marino argentino, yo soy sobrino del papa Juan Pablo II -respondió el Comisario, escéptico.
Insistió nuestro oficial, pero ya era tarde, pues el policía había informado a sus superiores. Presos todos los integrantes del grupo, intervino el primer ministro español -Calvo Sotelo, a la sazón- que se hallaba casualmente en la zona cumpliendo una gira proselitista.
El desenlace tuvo ribetes pintorescos. Captores y capturados comieron juntos opíparamente, brindaron por la recuperación del Peñón y las Malvinas, sacándose una fotografía reunidos. Calvo Sotelo, por su parte, decidió encubrir el incidente, hizo bajar a ocho integrantes de su comitiva del avión que había charteado y en él volaron a Madrid los buzos, bajo discreta custodia. Allí se los puso a bordo de un avión de línea que los devolvió finalmente a Buenos Aires.
Días más tarde, el canciller de España llamó a Costa Méndez para confirmar noticias respecto del suceso, suministrando los nombres con que contaba, es decir aquellos que figuraban en los pasaportes falsos confeccionados para los comandos. Costa Méndez consultó a Anaya y éste, luego de verificar que sus hombres estaban de regreso, pudo responder sin mentir que ninguno de esos nombres correspondía a personal de la Armada.
***
A disposición de los turistas que visitan Gibraltar se cuenta actualmente un folleto con la historia del Peñón, donde se menciona el intento realizado allí por comandos argentinos, durante la Guerra de Malvinas.

Juan Luis Gallardo
Especial para La Nación

El autor es escritor y profesor universitario. Sus libros Operación Algeciras y Crónica de cinco siglos se refieren al tema de esta nota.

OPERATIVO CONDOR


Por Diego Martínez

El 28 de septiembre de 1966, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, un comando de estudiantes, obreros y sindicalistas peronistas desvió un avión hacia las islas Malvinas, donde hizo flamear banderas argentinas. La CGT los calificó de héroes; el dictador, de facciosos. En la década siguiente, los miembros del Operativo Cóndor tomaron caminos distintos: unos fueron víctimas de la dictadura, otros como Alejandro Giovenco se integraron a la ultraderecha. A 44 años de aquella reivindicación de la soberanía y a casi tres años desde que la Legislatura bonaerense aprobó una ley para otorgarles una pensión y acceso a una obra social, el gobernador Daniel Scioli firmó el decreto que concretará el beneficio.

El núcleo duro pertenecía al Movimiento Nueva Argentina, que se había desprendido de Tacuara en 1961. El jefe era Dardo Cabo, hijo de un legendario dirigente gremial. Cabo militó luego en Montoneros. Fue arrancado de la U9 de La Plata y ejecutado en 1977. El segundo era Giovenco, que después se integró a la CNU, participó como custodio de la UOM en la masacre de Ezeiza y murió desangrado por la explosión de una bomba que llevaba en su portafolios. La tercera, única mujer, fue Cristina Verrier, periodista y dramaturga que en la cárcel se casó con Cabo.

Según una investigación de Roberto Bardini, el Cóndor fue planificado durante tres años. A las seis del 28 de septiembre, Cabo y Giovenco le ordenaron al comandante del vuelo con destino a Río Gallegos desviar el Douglas DC-4 hacia Malvinas. Un radioaficionado registró el aterrizaje a las 8.42. Habían pasado 133 años desde la última presencia oficial argentina en las islas. El objetivo de tomar la residencia del gobernador y difundir una proclama no fue posible. El avión se enterró en la pista y fue rodeado por un centenar de isleños armados. El sacerdote Rodolfo Roel intercedió y a pedido de Cabo dio misa en el avión. A la mañana se formaron frente a un mástil con la bandera argentina, entonaron el Himno y entregaron las armas al comandante, única autoridad que reconocieron. Un buque los trajo de retorno. “Fui a Malvinas a reafirmar nuestra soberanía”, repitieron ante el juez. Quince fueron liberados nueve meses después. Cabo, Giovenco y Juan Carlos Rodríguez estuvieron tres años presos.

No sólo Cabo y Giovenco tuvieron un final violento. Miguel Angel Castrofini fue ultimado por un comando del ERP-22 de Agosto. Rodríguez y Jorge Money fueron asesinados por la Triple A. Pedro Cursi y Edgardo Jesús Salcedo están desaparecidos. Andrés Castillo estuvo secuestrado en la ESMA y desde que volvió del exilio milita en el gremio bancario. La ley provincial 13.808 de noviembre de 2006 los calificó como “ejemplo de entrega, compromiso y patriotismo para las nuevas generaciones, siempre ansiosas y necesitadas de encontrar referentes de desinteresado amor a la Patria”.

domingo, 29 de mayo de 2011

LA MUSICA Y LA PAZ

(artículo publicado en el diario Diagonales el 3/11/2009)

La música y la paz

John Lennon lo dijo en su canción “Imagine”: “imagina un mundo sin países, nada porque matar o morir, imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”.
Parece muy simple, pero evidentemente no lo es.
Cuando fuimos a pelear a Malvinas teníamos sentimientos contradictorios cuando pensábamos en los ingleses: eran nuestros enemigos, pero a su vez eran quienes hacían la música que más nos gustaba: Los Beatles, los Rolling Stones, Led Zeppelin, Yes, Emerson Lake & Palmer, Génesis.
Un compañero que cayó herido fue atendido en primera instancia por enfermeros ingleses, y me contó que se comunicaba con ellos tarareando canciones de rock inglés.
Hoy un grupo anglo-argentino tiende un puente entre las comunidades inglesa-argentina-isleña y se van a tocar a las Islas Malvinas, (perdiendo dinero) sólo para llevar un mensaje de paz.
La música une. Sé que no faltará alguna crítica, pero Daniel Barenboin formó una orquesta de músicos israelíes y palestinos y también lo criticaron.
La guerra deja secuelas imborrables. Nadie gana, todos pierden. La visita a las islas de ex combatientes de ambos bandos, para curar las heridas del alma, así lo prueban. Y las familias destrozadas y los suicidios demuestran que el daño se propaga y continúa después que termina un conflicto bélico.
Hoy tenemos una oportunidad de dar un paso hacia adelante. Festejemos la presencia de estos músicos que llevan su arte a las islas sólo para tratar de unir a los pueblos.
Más actitudes como éstas permitirán que nos conozcamos más, nos respetemos y nos tratemos como seres humanos, tratando de resolver los problemas hablando, pacíficamente.
GABRIEL SAGASTUME-ex soldado combatiente de las Islas Malvinas

VOLVER A MALVINAS, OTRA VEZ


(artículo publicado en el diario Critica el 5/10/2009)

Finalmente se cumple el viejo anhelo de llevar a un familiar por cada muerto de la guerra de Malvinas a inaugurar el cementerio de Darwin. Hay allí 237 tumbas de argentinos. Más de la mitad de las lápidas (123) no tienen el nombre de quien está sepultado. Solamente podemos leer “soldado argentino solo conocido por Dios”: ¿Por qué no podemos identificar los restos de quienes todavía no han sido identificados? Sólo hace falta una pequeña muestra para que un laboratorio haga el resto. Nadie quiere traerlos ni moverlos de su tierra. La nuestra.
Pasaron ya más de veintisiete años de la guerra, pero para algunos nada ha cambiado. Debemos aprender de los errores del pasado. Nunca una guerra puede resultar beneficiosa para nadie. Las constantes visitas de ex combatientes de ambos bandos a las islas, para cerrar las heridas que quedan después de haber enfrentado a la muerte demuestran que nadie gana y que todos pierden. Es desgarrador ver que después de tantos años, el dolor sigue a flor de piel.
Creo que la mejor manera de superarlo y aprender de la experiencia de la guerra es buscar caminos que unan. En la década del 70 hubo un acercamiento notable entre la comunidad de la Argentina continental y la comunidad isleña. Se mejoraron las comunicaciones con las islas y se establecieron allí las empresas estatales de servicios. Esas vinculaciones fueron acompañadas de avances en las negociaciones por la soberanía que nos colocaron a un paso de obtenerla. Todo eso se derrumbó con la guerra. Los británicos ya no se volvieron a sentar en ninguna mesa de negociación.
Los viajes de familiares y de ex combatientes, creo que están haciendo un trabajo de hormiga más importante que la tarea de los funcionarios del área de las relaciones exteriores.
Para quienes recorren hoy los campos de batalla de Malvinas ver el tamaño de los cráteres dejados por las bombas es la manera más eficaz para que pueda sentir el poder destructivo de la guerra. En Francia una ley establece la protección y conservación de todos los emplazamientos de batallas, trincheras, túneles, cráteres de bombas o minas etcétera, que dejaron los combates. Las heridas de la guerra permanecen siempre visibles. Hagamos que sirvan para la educación de los descendientes de las víctimas y de nuestros hijos.
GABRIEL SAGASTUME-ex soldado combatiente de las Islas Malvinas

viernes, 27 de mayo de 2011


EPILOGO
Vivimos una semana en Malvinas. Conocimos la vida de los isleños. Intentamos saber qué opinan, qué piensan.
Finalmente averiguamos pocas cosas. Quizás una podría ser que ellos creen que los caídos isleños, que murieron por el friendly fire, -es decir, por el bombardeo británico- en realidad cayeron por nuestra culpa, porque provocamos la guerra.
Pudimos cerrar nuestra herida. Pudimos volver. Dos veces pudimos volver.
¿Tenemos un destino ya determinado, o nosotros podemos modificarlo? ¿Por qué nosotros volvimos y ellos no?
Son preguntas universales. La muerte te enfrenta con el sentido de la vida. No tenemos respuestas. Solamente, modestamente, podemos contar nuestra experiencia.
¿Por qué algunos se pueden adaptar a una vida común y otros no? ¿Por qué algunos se suicidan y otros no?
Los “centros” fueron lugar de contención, de terapia. Hay que hablar y hablar. Y comer.
La guerra de Malvinas es un tema incómodo, y provocaba silencio. No hablar, guardar. Y esto hace daño. No somos el ejemplo, pero no nos vestimos de verde para vender estampitas en el tren. Tuvimos trabajo, familia y amigos y eso nos contuvo.
Por eso nos juntamos todos los martes en el CECIM. Porque vamos a jugar al fútbol. Porque sabemos que no hay otras personas en el mundo que nos conozcan como nos conocemos. Porque conocemos nuestras debilidades, nuestras flaquezas, nuestras miserias y nos aceptamos así. Porque no buscamos el mal de nadie. Porque nos damos el lugar para hacer cosas por otros simplemente porque sí.
Porque murieron por nosotros, nuestros compañeros. Porque sabemos que cualquiera de los que vienen los martes daría todo por cualquiera de nosotros. Porque sabemos que ellos son quienes pueden cuidar de nuestros hijos y de nuestras mujeres. Porque ellos conservan nuestra memoria., porque solamente ellos pueden saber esas cosas que nosotros sabemos.

Capítulo XX.-
Una noche fuimos al pub. Teníamos que hacer esto también para conocer un poco más a quienes viven allí. Nos habían advertido acerca de los distintos climas que encontraríamos según a cuál bar fuéramos.
No era para tanto. El “Victory” es en el que se juntan los más nacionalistas, y por la tanto más antiargentinos. Entramos una noche con Luis. Teníamos hambre y fuimos directo a la barra. Una chica muy amable nos dijo que no tenía nada para darnos, la cocina ya había cerrado. No creo que nadie nos haya mirado con cara rara. Pegamos un vistazo y salimos a la calle a buscar algún otro lugar para poder comer un sándwich.
El más amable, según los comentarios previos tenía que ser el Deano’s. Pero la noche que se nos ocurrió ir había, según el pizarrón que estaba en la entrada, un torneo de pool. Nos fuimos. No nos atraía el espectáculo.
Nos dirigimos al clásico, al que todos conocíamos por lo menos por haber pasado por la puerta alguna vez. The Globe. En las fotos del 82 se puede ver el cartel con las mismas letras que ahora, pero en lugar de “tavern” dice “hotel”. Está frente a la calle que da al muelle. Desde allí la mayoría de nosotros había embarcado hacia el Canberra. A muchos les quedaba el recuerdo de su fachada y del cartel. Allí brindó Jeremy Moore con los pobladores después de nuestra rendición.
Entramos. Música fuerte, risas, muchos jóvenes en grupos, parados, alrededor de la barra y de las mesas. Nos acercamos a la barra y un morocho de ojos achinados no puede esconder su raíz sudaca. Igual que nosotros. Le hablamos a él directamente en castellano. Nos contesta en el mismo idioma y enseguida lo sacamos, es chileno.
Junto a un negro, seguramente de Santa Helena, sacan una tras otra, las latas de cerveza de las heladeras que tienen a sus espaldas. El mismo borracho de la primera vez que entramos está parado en el mismo lugar de la barra, con su pinta de inglés, flaquito y huesudo, murmurando solo.
Buscamos un pedazo de barra libre y ahí nos acodamos. Hay una pantalla y un disc jockey que pone los temas que eligen los que suben a cantar. Esta noche hay karaoke.
Van pasando los cantantes y nadie les presta mucha atención. De pronto nos damos cuenta que sólo nosotros estamos con la vista fija en el escenario. Una chica, muy gorda, empieza a cantar una canción indescifrable. Canta horriblemente mal y encima es gorda, es lo primero que pensamos. Nos miramos y no hace falta que digamos nada. Todos estamos burlándonos internamente.
Pero entre los demás que están en el pub, nadie se ríe. Casi nadie la mira, sólo sus amigos. Que le festejan su osadía, le sonríen con cariño y la aplauden al final, cálidamente. Baja feliz, a recibir el vaso de cerveza de su grupo y cambian sonrisas y comentarios de su actuación.
Nos avergonzamos de nuestra burla. Somos los únicos que notamos la gordura y la falta de afinación de la artista por un rato.
Pensamos. ¿Podría esta chica subir a cantar así en un bar en la Argentina? Seguramente no habría nadie en el boliche que no se riera ni le gritara alguna grosería. ¿Por qué no podemos ser respetuosos como ellos?
O, como alguno me apunta, ¿no será que en realidad no les importa nada del otro, y lo que no nosotros vemos como respeto en realidad es indiferencia?
No lo sé. Pero me gusta que pueda subir la gorda a cantar y nadie le diga nada ni se ría.
Me gustaría vivir en un lugar donde se respete al otro. En la diferencia.
Malvinas es un pueblo. Un pueblito, como de una provincia nuestra. Con las mismas pequeñeces y grandezas. Con el aburrimiento y la tranquilidad, con el respeto por el otro y con el rechazo a todo lo nuevo o extraño.
¿Volverán a ser nuestras alguna vez? ¿Tenemos derecho a imponer a sus habitantes nuestra ley y nuestras costumbres?
Nosotros empezamos a construir nuestras respuestas. Espero que el futuro, juntos o separados, siempre nos encuentre en paz.

Capítulo XIX.-
Aquí voy a referir nuestro famoso encuentro con Carol, que motivara el interés de la prensa en esos días de diciembre de 2006 cuando viajó a Buenos Aires y trataban de contactarse con nosotros pensando que eramos los que podíamos llegar a ella, o por lo menos, los que podíamos tener un contacto con esta extraña visita.
El 17 de diciembre llegó la hija de Thatcher a nuestro país para filmar parte de su documental “Mummy’s war”, el que había empezado en esos días de noviembre en Malvinas, al mismo tiempo en que nosotros habíamos hecho nuestro viaje a las islas. Pero pocos días antes tuvimos nuestros cinco minutos de fama, cuando salió en varios diarios una foto de Carol junto con nosotros, a bordo del avión de Lan, volviendo de las islas.
La historia fue así. Al llegar esa mañana del 18 de noviembre al aeropuerto de la base militar de Mount Pleasant para emprender el viaje de vuelta, luego de tener algunos problemas con las autoridades y nuestro equipaje, nos encontramos con Lesley en el salón de preembarque, esperando tomar el mismo avión que nosotros.
Nos saludamos y nos dijo que Carol y todo el equipo periodístico también estaban allí esperando embarcar en el mismo vuelo. Le dijimos si podíamos verla a Carol, y entonces nos llevó hasta un rincón de la sala adonde estaba sentada.
Se levantó de su asiento y nos vino a saludar. Alta, con los rasgos de la cara duros, casi masculinos, con el pelo teñido de un color rubio plateado, vestida con una camisa y un jean metido en la caña de las botas tipo texanas. Hablaba, sonreía y gesticulaba ampulosamente. Parecía latina, no británica.
Lo primero que nos dijo fue que sabía que habíamos estado como soldados durante la guerra del 82.
-¿Podrían contarme cómo fue la guerra en cinco minutos?, preguntó.
- No, no podemos, balbuceé en mi inglés. Puedo contarte que estuve con Luis y Oscar en el mismo regimiento y en el mismo lugar, pero lo que pasamos esos días necesita más tiempo para poder ser contado, le respondí.
-Oh, sí claro. Voy a estar en Buenos Aires en diciembre. Nos dijo. Quizás podríamos encontrarnos.
-Nosotros somos de un centro de excombatientes de La Plata, podrías venir a nuestro centro a comer un asado, sugerimos sonriendo, pensando en que esa es la invitación que cualquier argentino hace a un visitante.
-¡Yes, yes, asado, vino! Dijo entusiasmada.
-¿Podríamos tomarnos una foto? Pregunté. Y enseguida dijo que sí.
Mientras buscábamos un rincón en la pequeña sala de embarque del aeropuerto militar apareció un uniformado quien amable pero firmemente nos dijo que estaba prohibido tomar fotografías en la base. Carol le trató de explicar que sólo era una foto con nosotros, y la cara del militar fue un claro mensaje de que el apellido de la rubia no alcanzaba para autorizar algo así. Nos dimos la mano y nos volvimos a nuestros lugares.
Luego de embarcar y despegar, cuando ya el cartel que indica la obligación de permanecer en los asientos con el cinturón abrochado se había apagado, nos acercamos hasta el asiento de Carol y allí nos sacamos dos fotos.
Para la primera le pedimos ayuda a un chileno que viajaba en un asiento cercano. Le dimos la Canon con rollo tradicional de Raúl y al pibe le temblaba la cámara en las manos, supongo que por saber que nos estaba fotografiando con la hija de Thatcher. Este temblor provocaría, al proceder al revelado de las fotos, que un dedo se interpusiera entre el flash y el objetivo, dando como resultado que la foto salga horrible.
Por suerte sacamos una segunda foto con la máquina digital de Oscar y esa fue la que se publicó primero en el diario El Día de La Plata, y luego en otros medios.
Esto nos traería insultos varios, y el interés de la prensa, no por el viaje en sí, sino por nuestro encuentro con la hija de la famosa Thatcher.

Hubo algunos ex combatientes que tomaron como una traición el habernos tomado una foto con Carol Thatcher y haber tenido un encuentro con ella. Los insultos fueron varios: vendepatrias, traidores, cipayos de izquierda (!?)
No quisimos polemizar con nadie y no encontramos ningún motivo para responsabilizar a esta mujer, que trabaja de periodista, de las acciones de su madre como jefa de estado.

El avión hacía las mismas escalas que a la ida, y en Punta Arenas todos los pasajeros debíamos bajar para hacer el trámite de migraciones por el ingreso a Chile. Así nos volvimos a cruzar con el equipo de periodistas ingleses y Carol cada vez que nos veía repetía “¡La Plata, asado, vino!”. Hasta que llegamos a Santiago y luego de esperar la llegada de las valijas junto a la cinta, nos despedimos y al hacerlo, todavía nos parecía escuchar la voz de la rubia diciendo: “La Plata, asado, vino”.


Capítulo XVIII .- Encuentro con los periodistas británicos.
En el acto del Remembrance Day había un equipo de la BBC filmando. Luego supimos que tomaron fotos de nuestro encuentro con veteranos ingleses. El viernes, nos encontramos con John frente a la puerta de correo, mientras Raúl y Oscar mandaban cartas, y nos dijo que los periodistas ingleses se habían contactado con él para invitarnos a comer esa noche en el hotel donde paraban, el Waterfront. Nos contó que incluso ya estaba previsto el menú, preparado por una cocinera chilena y allí fuimos.
Todos bañaditos como chicos que van a un cumpleaños, salimos como todas esas noches, caminando del Shorty’s y bajamos por Philomel Street al viejo embarcadero. A metros de allí una antigua pero confortable casa era el bed and breakfast “Waterfront House”.
Pasamos al comedor y la mesa nos esperaba lista, con John, que vestía una camisa de jean y un saco de cuero negro. Parecía que había cuidado un poco más que de costumbre su vestimenta para esta ocasión.
Lesley, la que parecía ser la jefa del equipo de periodistas, también nos esperaba. Tenía puesta una camisa hindú, larga, casi hasta las rodillas y debajo unos pantalones negros. Sonreía amablemente pero para nuestro disgusto, hablaba muy poco castellano.
Luego de presentarnos por nuestros nombres y sentarnos, pedimos un vino tinto, lógicamente chileno (casi todo el vino que se vende en las islas es de origen chileno, sólo vimos un chardonay argentino en el supermercado), y el primer plato.
Era una especie de puchero o sopa con vegetales. Tenía arvejas, zanahorias, chauchas, una papa, una pata de pollo y un choclo. Todo venía muy bien, comiendo las verduras y el pollo, hasta que quedó en todos los platos el choclo. Raúl quiso arremeter con cuchillo y tenedor contra el marlo, pero el tenedor resbaló e inmediatamente escuchamos el suave sonido de “splash” y la camisa de Raulito quedó con las salpicaduras de la sopa en su intento.
Observamos en silencio y reímos para adentro hasta que Lesley, resueltamente tomó el choclo con la mano y mordió como corresponde, y ahí todos aliviados hicimos lo mismo y ya no quedó nada en el plato por comer.
Luego vinieron las empanadas de carne, fritas y al horno, seguramente elegidas en el menú como un homenaje a nosotros. Acompañaban las empanadas un peligroso chimichurri, muy picante.
John se había ilusionado con los postres y los elogió antes de que vinieran. No resultaron ser tan espectaculares como los anunciaran. Una torta de chocolate, un cheese cake y algo más que ahora no recuerdo.
En la conversación supimos un poco del proyecto que estaban haciendo, y que Carol Thatcher era quien dirigía o encabezaba como periodista ese documental y Lesley la productora.
Nos confirmó que sin que no percatáramos, desde lejos, nos habían filmado y fotografiado cuando nos encontramos con los ex combatientes ingleses en el monumento, el día del acto. Pero no dijo mucho sobre los lugares o personas que habían filmado en las islas. Nos adelantó que tendrían que volver a las islas en otro viaje, a mediados de diciembre y que también filmarían en Buenos Aires.
Después supimos de su interés en encontrar un sobreviviente del Crucero Belgrano o un familiar de alguien que haya muerto en esa acción, pero que supiera hablar inglés. No tenían traductores en el equipo.
Finalizada la comida, Lesley recibió una llamada telefónica y momentos después nos invitó a tomar una copa al hotel donde paraba Carol, el Malvina House. Pese a las pocas cuadras que nos separaban del lugar, John pidió un taxi y así fuimos, a bordo de una van Mitsubishi taxi, algo bastante común en la isla.
Entramos al que resulta ser el mejor hotel de Stanley y creímos verla a Carol, comiendo con un grupo grande. Pasamos al bar y en la barra pedimos whisky y pisco souer y nos sentamos en los comodísimos sillones del lobby.
Charlamos, es una manera de decir, porque mi poco inglés iba disminuyendo a medida que el vino de la cena y el pisco sour hacían efecto y ya solamente nos hablábamos entre nosotros y reíamos como si estuviéramos en un bar de La Plata.
Adriana, que se había agregado al final de la comida, también seguía colándose con nosotros y era la que podía hablar y traducir, porque John, cansado, mostraba en su cara sus ganas de ir a dormir, más que de seguir hablando en dos idiomas.
Oscar muy dulcemente le dijo a Adriana, “empezá a traducir, así por lo menos te ganás la birra que te estás tomando” y esto permitió mantener un poco más vivo un diálogo que se moría. Esperamos en vano que apareciera Carol, pero la campana sonó, como en cualquier bar de Gran Bretaña y el bar se cerró y la noche se acabó.
Salimos caminando bajo una tenue llovizna, que nos recordaba nuevamente esas noches de la guerra, y entre risas y frases subidas de tono que Lesley no entendía, la dejamos en la puerta de su hotel y volvimos al nuestro a dormir.
Al día siguiente partiría nuestro avión.

Capítulo XVII.-
Las cenas en el Shorty’s ya eran una costumbre casi familiar, tanto para nosotros como para las empleadas y empleados, como ya describiera más atrás. Generalmente quedábamos solos hasta el horario de cierre, cuando Sharon nos decía moviendo las manos con las palmas abiertas hacia arriba “Oscar, Oscar...” y se reía haciendo gestos de que tenían que volver a dormir a sus hogares.
Este comedor era el único que servía hamburguesas, al estilo de las casas de comidas norteamericanas. Por ese motivo era frecuentado por los adolescentes de la isla. Todos mostraban una triste evolución en sus cuerpos: hasta los 11 o 12 años tenían la figura de niños flacos, normales. Pero a partir de los 13 o 14 empezaban a engordar, quizás por el abuso de las papas fritas y esa comida chatarra que servían en el comedor de nuestro hotel. Era notable ver como prácticamente todos los adolescentes eran gordos. Y algunos muy gordos.
Además de los adolescentes y algún que otro habitué del que nos burlábamos en silencio por su parecido con un personaje del programa de Benny Hill, todas las noches venía a comer al Shorty’s una anciana de aspecto simpático.
Era bajita, de pequeña contextura física y rondaría los 80 años quizás. Se sentaba siempre en la misma mesa, y creo que todas las noches comía un puré. Un taxi la venía a buscar y el chofer generalmente se bajaba para ayudarla a bajar los escalones del local y subir al auto.
Después de verla varias noches, comenzamos a saludarla amablemente, aunque no podíamos intentar mucho diálogo debido a nuestra pobreza para expresarnos en inglés.
Una noche Oscar la llevó del brazo hasta el auto, y esto motivó el agradecimiento de la señora y un chiste del taxista que le dijo que cómo lo había cambiado por este hombre más joven.
Inesperadamente para nosotros una noche se acercó a nuestra mesa. Nos preguntó si habíamos estado antes en las islas. Le respondimos que sí, que habíamos estado en el año 1982. Nos dijo que lo suponía y seguidamente relató que durante la “invasión argentina” vivía en Port Luis, en una casa de campo y una noche fue sorprendida por la irrupción de militares argentinos. Entraron a su casa violentamente y a partir de ahí vivió hasta el final de la guerra prácticamente secuestrada en su propia casa. Dijo algunas cosas más que no pudimos entender bien, pero seguramente se trataba de algunos otros atropellos y vejaciones que nosotros conocemos muy bien, por haberlas vivido en el continente. Se lo dijimos, y quisimos aclararle que nosotros no podíamos ser responsables de las actitudes y acciones de un gobierno militar que nos sometió a todos los habitantes del continente y mucho más a quienes estuvimos como soldados conscriptos sin hablar de los muertos y desaparecidos durante el régimen. No entró en razones. Simplemente dijo buenas noches y nunca más nos saludó ni nos dirigió la palabra.
Millie Grant se llama, y es una persona conocida y respetada por todo el pueblo de las islas.

Capítulo XVI.-.
Cansados de tantas emociones llegábamos cada noche a la cama, a nuestro hotel Shortys y nos desplomábamos mientras la cabeza se llenaba de estos pensamientos y el corazón rebosaba de paz y alegría.
Nos emocionaba sólo pensar en nuestras familias. En la manera en que habían acompañado este viaje, desde los preparativos hasta ahora, en que sabíamos que palpitaban minuto a minuto cada noticia que recibían a través de los mails o de las llamadas telefónicas.
Una noche nos sorprendió a Oscar y a mí, rezagados caminando bajo la lluvia. Raúl y Luis ya estaban bajo techo en el hotel.
Disfrutábamos el agua chorreando por nuestras cabezas y nuestras mejillas. Chapoteando con los pies, felices de sentir que esa lluvia que tanto nos mortificaba en el 82, que no nos dejaba secar la ropa y nos hacía tener siempre los pies mojados, ahora era un entretenimiento que duraría lo que nosotros quisiéramos.
De golpe nos interrumpió Raúl, que venía caminando por el medio de la calle en la dirección contraria a la nuestra.
-No me podía quedar en la habitación. Salí a disfrutar de caminar bajo la lluvia.
Nos reímos de nuestra locura, de ser los únicos en todo el pueblo que andaban caminando, y mucho más bajo el agua.
Queríamos eso, volver a disfrutar las cosas que nos habían hecho sufrir.
Después de aquel encuentro con Adriana en la casa de John y el pedido de ella de acompañarnos en nuestra caminata hacia las posiciones, que fue rechazado, había quedado una sensación de tirantez. Y además también había quedado pendiente un pedido de ella de participar en el proyecto en el que estaba trabajando.
Adriana había hecho un trabajo artístico con imágenes del mar y voces de sobrevivientes del Crucero General Belgrano. Ahora estaba fotografiando y filmando imágenes de los campos de batalla de la guerra de Malvinas y quería grabar voces de quienes tuvieron que ver con la guerra, ya sea porque pelearon en ella, o porque la vivieron como habitantes de las islas por las que se peleó.
John nos recordó que había vuelto a llamar a su casa, pensando encontrarnos, y que quería vernos para ver si queríamos grabar nuestras voces contando experiencias vinculadas con la guerra y la posguerra.
Un día nos encontramos con ella en el supermercado. Seguramente habíamos ido a comprar tarjetas telefónicas cuando tímidamente se nos acercó y empezó una conversación trivial y superficial que lentamente fue llevando al tema que le interesaba.
En un momento quedé solo charlando con ella en el pasillo de entrada al súper y quizás sabiendo que yo podía ser el más accesible para proponerme su idea, me dijo si estábamos dispuestos a grabar una conversación con ella.
Busqué con la mirada a los demás, que paseaban entre las góndolas mirando comida y los fui a buscar para que se resolviera la cuestión democráticamente, luego de escucharnos todos.
La rigidez había pasado, se dio por superado el inconveniente anterior y salimos sonrientes a la calle dispuestos a participar en su trabajo.
Caminamos por la costanera sin saber bien adónde ir. Al pasar por el hotel Upland Goose se nos ocurrió que podíamos conocerlo y de paso tomar algo y hacer la grabación. Recordamos que allí trabaja una argentina y que Luis Aparicio (15) y Beto Alonso que se habían alojado allí, nos habían pedido que pasásemos a saludarla en algún momento.
Entramos por el típico porche que tienen todas las casas allá y luego pasamos a un lugar cálido y confortable. Daba la impresión de haberse agregado distintas construcciones a la original, pero todo encajaba, formando pequeños saloncitos o livings con vista a la bahía, muy pintorescos y cómodos.
Nos acomodamos en uno de esos salones y mientras Adriana apuntaba la cámara enfocando al mar y probaba el micrófono, me acerqué hasta el mostrador de la recepción a saludar a la argentina.
Al verla la reconocí por fotos que había visto de ella en una nota de una revista y la saludé directamente en castellano. Se alegró de vernos y unos minutos después vino hasta donde estábamos grabando para despedirse, cuando terminó su turno de trabajo.
(15) Luis Aparicio compañero ex combatiente que estuvo en la compañía B del regimiento 7 durante la guerra. Participó junto a Jorge Suárez, otro ex comb, del programa de televisión “Humanos en el camino” de Gastón Pauls, grabado en Malvinas.

Después de sentarnos en los sillones y disfrutar unos momentos de la vista maravillosa que teníamos, Adriana le dio el micrófono a Luis para que comenzara a hablar.
Fuimos pasándonos el micrófono uno a uno y se generó un clima de intimidad y confesiones, casi como adelantando las conclusiones de lo que había significado el viaje para nosotros.

Esperamos poder ver y escuchar el trabajo terminado algún día y seguramente nosotros mismos nos sorprenderemos de lo que escuchemos.
Sólo puedo contar aquí que de pronto sentí que muchos momentos de mi vida confluían en ese instante. Pasaron por mi cabeza imágenes de mi niñez, mis juegos infantiles, mis hermanos, pelotas, camisetas de fútbol, bicicletas y de golpe la guerra. Explosiones, gritos y llantos, la vuelta y la muerte de mi hermano Rodrigo.
Vi morir en la guerra y después vi muertos muchas veces. Mi trabajo me hizo estar cerca de la muerte de nuevo, Pero la muerte más cercana que sigo sintiendo es la de Rodrigo, mi hermano más chico, que murió en un accidente de auto a los 18 años de edad. Nunca hablo de eso, y esa tarde, viendo caer el sol en la bahía de Stanley, con un micrófono en la mano y mis amigos de la guerra rodeándome, se me llenaron los ojos de lágrimas y hablé de él, permitiendo que salga su recuerdo y me acompañe en ese momento. Él, que murió casi a la edad en que yo volví a la vida, después de haber estado con la muerte.

Capítulo XV.-
Lo más importante del viaje ya lo habíamos hecho: encontrar nuestras posiciones y visitar el cementerio de Darwin. Como yapa habíamos comido un cordero con John y nos habíamos encontrado con veteranos ingleses.
Empezamos a sentir una sensación de alivio, de deber cumplido, de haber agotado una etapa y que otra nueva y más feliz podía ahora empezar.
Sentíamos paz. Habíamos superado miedos, pesadillas y nos reconfortaba haber visitado a nuestros compañeros muertos.
Era un impulso de vida. Reafirmamos el compromiso con ellos, que dieron la vida por nosotros. Ellos nos obligan a vivir, a disfrutar de la vida.
A su vez sentimos que tenemos la obligación de llevar un mensaje. Un mensaje de paz.
Malvinas, la palabra “malvinas”, desde 1982 se refiere en primer lugar a la guerra. Ese es ahora su primer significado. Y como tal, es una parte vergonzosa de nuestra historia y de nosotros mismos. De nosotros como país, como pueblo, como nación o como quieran llamarle. No debemos esconderlo.
Por distintos motivos se “desmalvinizó”, en el discurso, en la política, en el aprendizaje de nuestra historia, en el recuerdo de los caídos, en el significado que tuvo la última dictadura militar.
No hay dudas que gracias a Malvinas volvió la democracia a la Argentina. Los muertos de Malvinas fueron ya insoportables para la sociedad y para el gobierno militar.
No escondamos este pasado reciente, recordemos siempre la Plaza de Mayo llena, aplaudiendo a un dictador que nos llevaba a la guerra, a la muerte. Aprendamos de los errores.
Murió golpeado el soldado Carrasco para que se pueda eliminar el servicio militar obligatorio. Recordémoslo siempre.
Honremos la vida, es el mejor homenaje que les podemos hacer a nuestros amigos muertos en la guerra.
Los cementerios deben ser para los que mueren de viejos, no pueden llenarse de jóvenes.
En la guerra no hay héroes, sólo podemos dejar eso para los que dieron la vida, por eso en el CECIM bautizamos nuestra revista con el nombre de “antihéroes”, Los que volvimos sólo somos sobrevivientes. Pero con el deber de hacer que la memoria no se pierda, y que los que dieron la vida no hayan muerto en vano.
Cada día de nuestras vidas pensamos en Malvinas. Está y estará para siempre en nuestra mente y en nuestros corazones. En cada momento de flaqueza podemos recordar de dónde venimos y sentir que no podemos quejarnos de las complicaciones de la vida cotidiana. Tenemos el privilegio de haber vuelto a la vida, después de haber enfrentado a la muerte.
No podemos tampoco ensoberbecernos. Sólo la obligación para nosotros, para nuestros amigos y nuestra familia, de tratar de hacer las cosas lo mejor posible. Es la mejor manera de honrar a nuestros muertos.
Cada martes brindamos por ellos y por la vida, por la vida que nos dieron.

Capítulo XIV.-
Hacía ya varios días que estábamos en Malvinas y si bien habíamos caminado todo el pueblo, de este a oeste y de norte a sur, todavía teníamos la sensación de que nos faltaban cosas por conocer.
Y además Raúl no estaba conforme. No se había convencido de haber encontrado su lugar.
Se levantó el jueves y nos dijo:
-quiero ir de nuevo a las posiciones de mi regimiento. Quiero tomarme el vino que me traje sentado entre las piedras donde estuve.
No hizo falta nada más. Salimos los cuatro de nuevo hacia el camino que lleva al viejo aeropuerto.
Ya el sol no nos acompañaba. Una llovizna fría nos pegaba en la cara, entonces todo era “más Malvinas”. Este es el clima que recordamos. Este es el frío y el viento que te duele en la cara.
Así volvimos a la gran piedra que Raúl había ubicado como la más cercana a la posición del jefe de su regimiento. Desde allí partimos en varias direcciones y empezamos a revolver el terreno. A cada rato encontrábamos pedazos de lona, restos de carpas y de “capas poncho”. Por momentos buscábamos refugio del viento y la lluvia detrás de las piedras. Igual que ayer.
Después de un tiempo Raúl se encontró satisfecho.
-Es acá. Definitivamente es acá. Y señalaba los alrededores del lugar donde cavando había encontrado la latita de “Paso de los toros”.
Descorchamos su botella de vino. Parecíamos locos, bajo la lluvia, brindando, mientras desde la ruta, los autos que pasaban nos veían, sentados, riendo, gozando ese momento increíble.
Para esto vinimos, y acá estamos, felices de encontrar nuestro pasado. Nos amontonamos bajo la gran piedra y brindamos con el viento y la lluvia, con el frío, que ayer nos helaba el alma y ahora de alguna manera nos abriga. Nos reencontramos con un pedazo nuestro. Ese pedazo escondido y horrible que no podemos mostrar. Pero que ahora sale a brindar con nosotros. Brindamos con ellos, los fantasmas, los vivos y los muertos. Todos reímos en la turba húmeda que se hunde bajo nuestros pies, sobre esas piedras grises que nos dan refugio de la lluvia de fuego y de agua. Vamos y venimos entre el pasado y el presente, como perdidos en el tiempo.
Para dejar de pertenecer a ese pasado tenemos que estar ahora ahí, definitivamente dando un paso al futuro. Ya no volveremos a ser como antes. Tal como nos pasó en el 82. No volvimos los mismos que fuimos. Ahora tampoco.

Capítulo XIII.-
El miércoles, tal como habíamos quedado con John, iríamos al cementerio de Darwin.
Puntuales como ingleses, a las diez de la mañana ya habíamos desayunado y esperábamos a nuestro amigo isleño sentados en un banco de la galería del hotel con nuestras mochilas listos para partir.
Llegó John en su Mitsubishi y demostrando nuevamente su humor nos vio y nos preguntó:
-¿No vieron a unos argentinos que quedé en pasar a buscar a las diez?
No podía creer que estuviéramos listos a la hora programada.
Cargamos los bultos en el vehículo y salimos hacia el oeste, por el camino que también lleva a la base de Mount Pleasant.
Empezó a llover y el día volvió a ser como los de aquellos meses de 1982.
Pero eso no nos bajoneaba. Al contrario, queríamos vivir las mismas sensaciones climáticas que en la guerra, pero ahora, claro, lógicamente, bien comidos y bien vestidos.
Esa misma mañana, mientras Oscar se disponía a ducharse y los demás tomábamos mate sentados en el banco de la galería vimos de pronto algo que nos trajo tristeza-alegría, como en muchos momentos de nuestro viaje: empezaron a caer copos de nieve. Primero una fina lluvia, luego el viento se detuvo y de a poco, los copos blancos inundaron la calle como poniendo un mantel sobre la mesa.
Salimos a la intemperie gritando y saltando como criaturas.
-¡Vení Oscar, vení mirá! Gritábamos desesperados. No queríamos que se pierda el espectáculo de la nieve.
Se volvió a poner su equipo FP (13) Adidas auténtico y salió a calle junto con nosotros, que nos mirábamos la ropa llenarse de copos blancos y posábamos para las fotos.

El camino hacia Darwin empezaba asfaltado, pero enseguida se volvía de ripio. John nos contaba historias de cuando había venido por primera vez a las islas, para instalarse como director de la escuela de Puerto Darwin.
Nos dijo que había nacido en York, Inglaterra y estudiado allí. Y que un día recibió la propuesta de viajar a las islas para hacerse cargo de la escuela que había en Darwin.
Así conoció a su mujer y tuvo a su primer hijo. Decía que en esa época casi no había camino de Darwin a Stanley, sólo una huella y John atravesaba los campos con su moto todo terreno para poder ir a ver a su esposa, al hospital del pueblo, próximo ya a nacer el bebé.
(13) FP: Feria Paraguaya. Durante todo el viaje hicimos chistes sobre los buzos que casi todos teníamos comprados en la feria paraguaya, imitación de las marcas conocidas. Permanentemente Raúl y Oscar se cargaban señalándose la ropa y preguntando: “¿Ese es posta?” “Re posta…” “No… es FP”


Las ovejas que cruzábamos en la ruta huían espantadas al ver acercarse la camioneta, y enseguida hicimos el chiste de que sentían olor a vetuka, (14) por eso corrían.
(14)Vetuka es un término despectivo que se deriva de la palabra “veterano”. Entre nosotros mismos nos hacemos bromas cuando queremos referirnos a las actitudes negativas o a las locuras de los veteranos de Malvinas.
“El vetuka no puede trabajar” es una frase clásica que nos decimos nosotros mismos, burlándonos de nuestro stress post traumático y las secuelas de la guerra.

En un momento el camino se abre en dos: hacia la base militar o continúa hacia el oeste hacia Darwin.

Anduvimos más de una hora y luego de dar una pequeña curva que permite observar el puñado de casas junto al mar que resulta ser el segundo pueblo en importancia de las islas, las blancas cruces del cementerio aparecieron ante nuestros ojos.
Mil fotos y películas habíamos visto con imágenes del cementerio, pero no era igual a lo que ahora teníamos enfrente.
La camioneta tomó un camino de pedregullo y se estacionó en un lugar reservado para eso. Un sendero de piedras llevaba desde el estacionamiento hasta el portoncito que cierra el cerco de madera que rodea todo el cementerio.
Abrimos el portón y una furiosa lluvia con granizo nos recibió. Caminamos mudos, buscando nombres, siguiendo un riguroso orden para no pasar de largo por ninguna cruz.
Algunos los esperábamos y su aparición golpeaba menos que aquellos nombres que inesperadamente leíamos en el mármol y velozmente nos llevaban a una cara, perdida en las nubes de estos veinticuatro años de sueños y pesadillas.
La lluvia no dejaba leer con claridad los nombres en las lápidas y teníamos que pasarle la mano a las letras en bajo relieve para descifrarlas.
Nos dispersamos espontáneamente, buscando cada uno su momento. Nos reencontramos frente a la gran cruz del centro y del frente, la que está rodeada de las listas de los nombres de todos los caídos, estén o no allí enterrados.
Un hueco de piedra con puerta de vidrio está vacío, esperando la imagen de la Virgen de Luján que llegará el día que sea inaugurado el cementerio oficialmente, a partir de su modificación y su nueva administración. Un cartel anuncia que desde el 14 de julio de 1999 la Comisión de Familiares se encarga del mantenimiento del lugar.
John demostró una vez más su calidad de persona, colocándose una poppy en el pecho, en homenaje a nuestros muertos y manteniendo un respetuoso silencio a un costado, dejándonos hacer. Sólo se animó a interrumpir este momento cuando se acercó para darle un fraternal abrazo a Raúl, que no podía parar de llorar.

Volvimos a la camioneta y tratando de despejarnos un poco nuestro amigo isleño nos invitó a conocer a la gente que trabaja en la empresa que está buscando oro en Goose Green. Un poco se burló de las posibilidades de éxito en la búsqueda, pero dijo que el cocinero era amigo suyo y que podíamos ir allí para tomar un café.
Apenas hay unos cientos de metros de distancia, desde Darwin a Goose Green y los despoblados galpones de antaño, a raíz de la actividad de esta compañía minera, ahora reciben más pobladores que su vecina Darwin.
Entramos a una de las construcciones y luego de dejar las camperas, los gorros y las botas en el porche, tal cual como se hace en casi todas las casas de las islas, entramos a un lugar bien calefaccionado donde nos recibieron dos chilenos, uno de los cuáles habíamos conocido en el avión, cuando nos permitió mirar por su ventanilla las islas antes de aterrizar.
Había un hombre que era una especie de capataz, rubio, de pelo largo y barba, era australiano y también había una mujer, chilena, que motivó enseguida los comentarios bien argentos, de qué estaría haciendo esa chica entre medio de hombres, para luego directamente especular respecto de quién sería el “novio”.
Pasamos a un especie de comedor, donde se veía una gran mesa y al costado otra, pero preparada para jugar al ping pong; una larga mesada con tazas, platos y cubiertos, y varios tarros de te, café y galletitas, invitándonos los locales a que nos sirviéramos lo que quisiéramos.
Nos tomamos un largo café, matizado con unos partidos de ping pong. Me llamaron la atención los mapas que colgaban de las paredes, que mostraban además de los lugares del terreno donde se habían hecho las excavaciones y las que se programaban a futuro, también uno de la Antártida, exhibiendo los reclamos de soberanía existentes.
Nos despedimos agradeciendo el café y volvimos a la ruta para ir a San Carlos. Antes de eso, John nos dijo si queríamos desviarnos un poco del camino para ver una pingüinera, lo que aprobamos inmediatamente.
Detuvimos el auto a un costado del camino y lentamente nos fuimos metiendo en un terreno hasta llegar a pocos metros del lugar donde cientos de pingüinas se encontraban empollando sus huevos. Nos tiramos al piso para no llamar tanto la atención, pero de cualquier manera, uno de los machos, con pinta de jefe, se me acercó haciéndose el distraído, como relojeando qué era lo que estaba pasando.
Sacamos fotos y después de acercarnos hasta la orilla del mar, que se encontraba a poca distancia, volvimos a la camioneta para seguir el camino hacia el lugar donde los ingleses habían desembarcado en el 82.
Antes de llegar a San Carlos, pasamos por los lugares cercanos a Darwin y Goose Green donde se había combatido.
Unas suaves planicies, con pequeñas ondulaciones era el lugar de la batalla. El viento soplaba y movía los yuyos y juncos haciendo olas en el campo.
En un lugar marcado se erigía el monumento al teniente coronel Jones, el oficial de más alto grado muerto en combate, jefe del Batallón 2 de Paracaidistas. En algún momento se hizo correr el dato de que había sido atacado cuando avanzaba despreocupado porque desde una posición argentina habían agitado un trapo blanco, de rendición. Pero la versión más fidedigna, aún del lado de los británicos, es que se trataba de un tipo que no medía muchos los riesgos y que murió en su ley.

Hicimos un alto para almorzar y John nos mostró el lugar donde Charles Darwin acampó cuando en 1833 llegó a estas costas como parte de su famoso viaje alrededor del mundo.
En un lugar un poco a cubierta del viento, frente a la costa, nos sentamos, mirando el mar profundamente azul y algunos patos y gaviotas que venían a la orilla al vernos.
Sacamos nuestros sándwiches y John aportó unas especies de empanadas que venden en la única panadería del pueblo, atendida por un chileno. Abrimos una botella de malbec argentino y brindamos por la vida.
Este fue el momento en que Oscar aprovechó para hacer algo que había pensado y me había comentado. Estábamos tan a gusto con John y nos parecía tan buen tipo que quería regalarle algo que sea significativo, por lo menos para nosotros. Entonces sacó del bolso la camiseta de Estudiantes que había llevado y se la dio, aclarando lo que simbolizaba nuestro amor al fútbol y a esos colores.
Brindamos nuevamente y nos sentamos a sentir el viento en la cara, con la panza llena y el corazón contento, como decían nuestras abuelas.

Existen dos lugares muy cercanos entre sí que tienen que ver con la guerra y más precisamente con el desembarco británico: San Carlos y Puerto de San Carlos. Los separa una pequeña península y a ambos lados de ella se estableció la cabecera de playa de los ingleses durante la guerra.
Todos los libros que hablan del conflicto destacan la sorpresa que se llevaron los británicos al llegar a un lugar, que creyeron poblado de soldados, y encontrarse con la soledad y la facilidad completa para desembarcar tropas y pertrechos.
En este lugar existía una compañía pesquera y en sus galpones e instalaciones se armaron un hospital de campaña y luego un campo de prisioneros.
Aquí también se resolvió, después de finalizado el conflicto, construir un cementerio para aquellos británicos que decidieron quedar enterrados en estas islas.
El cementerio inglés está dentro de un corral de piedra, típico de las islas, resabio de la época en que había gauchos. De aquella época también han quedado los nombres de casi todas las partes de la montura igual que en nuestro campo, es decir, por las denominaciones argentinas: apero, estribo, freno etcétera.
Una vez que se ingresa por un pequeño portón similar al del cementerio argentino se puede ver a la derecha el libro de visitas, para dejar escrito algún recuerdo o mensaje.
Hay pocas tumbas, y entre ellas las del famoso coronel Jones ya nombrado. Están dispuestas de manera de que no se junten los infantes de marina con los paracaidistas, manteniendo la rivalidad que tenían en vida.
Siempre hay coronas de poppies adornándolas. Tienen una lápida de piedra con el nombre, el regimiento donde prestaron servicios, la fecha de su muerte, la edad que tenían, y sólo varía la frase que le colocan al final, como por ejemplo “you remain in our hearts forever a hero” u otras por el estilo, pero dando la impresión de que han sido frases escritas o elegidas por algún familiar del fallecido.
También se ven boinas y objetos dejados por sus amigos o camaradas, hasta había un muñequito de un perro bulldog vestido con una camiseta con los colores de la bandera del Reino Unido.
Desde la entrada del cementerio baja una escalera construida en las piedras que lleva a una pequeña playa y al mar. No creo que haya sido casual esta construcción, sino que debe tener alguna interpretación que vincule el mar, los barcos, la guerra y la muerte.
Dejamos nuestro mensaje en el libro de visitas, que se guarda en una pequeña caja al costado del portoncito de la entrada.
Volvimos cansados y callados. De pronto la música comenzó a sonar en la Mitsubishi de John, una voz conocida nos volvía a la realidad, a la vida y nos traía nostalgia, Mercedes Sosa cantaba y poco a poco comenzamos a cantar todos con ella.

Capítulo XII.-
El ambiente del comedor de nuestro hotel ya nos había empezado a aparecer más familiar. Nuestras torpezas con el idioma se veían compensadas con las sonrisas de Linda y Sharon, las empleadas que ya sabían de nuestros problemas para pedir la comida.
Inmediatamente de saber los nombres de ellas quisimos conocer los de de los demás empleados que todos los días veíamos en el desayuno y muchas veces también a la noche. El que estaba a cargo de lo que sería la parrilla, -en realidad unas planchas donde se hacían las hamburguesas, las salchichas y los pedazos de panceta-, se llamaba Marlon, pero nosotros, por sus rasgos orientales lo bautizamos Hop-Sín como el cocinero de los Cartwright, la familia de la serie Bonanza.
El morocho que sacaba las botellitas de cerveza de la heladera se llamaba Lito, y el nombre pegaba, porque por el aspecto físico bien podía ser un sudaca como nosotros.
Eran oriundos de la isla de Santa Helena, una posesión británica en el océano Atlántico, a 2.800 kilómetros de la costa de Angola, entre Ascensión y Malvinas. En realidad las islas de Ascensión y Tristán da Cunha son dependencias administrativas de Santa Helena. Allí estuvo prisionero Napoleón, y si bien originalmente fue un dominio portugués, se la disputaron durante un tiempo Holanda y Gran Bretaña, resultando desde 1651 una posesión inglesa hasta nuestros días.
El comedor del “Shorty’s” era el único local de comidas rápidas del pueblo. Era común ver a grupos de adolescentes reunirse a cualquier hora a comer sus hamburguesas con papas fritas y nos llamaba la atención el efecto que la mala alimentación causaba en los jóvenes: muchos se veían con graves problemas de obesidad.
Nuestro presupuesto no daba para grandes cenas así que el hotel era un lugar muy adecuado para la hora de la comida. Una cena en el Brasserie (el único restaurante-restaurante del pueblo) podía costar 20, 30 ó más libras por personas, es decir, 40, 60 ó más dólares. En cambio una hamburguesa con queso, panceta, tomate y lechuga con una cerveza en el Shortys costaba 10 libras.
Siempre eran cuatro menús iguales y sólo variábamos en la cerveza, tres Heineken y una Guiness para Raúl.
El horario era estricto. En todos los pubs o bares la cocina cerraba a las 20 horas. El Shortys era el que más tarde cerraba, a las 20.30. Pero si llegábamos cinco minutos tarde, nos cerrarían la puerta en la cara.
Una noche intentamos ir a comer a un bar, relativamente cercano al hotel y bastante alejado del centro del pueblo. Caminamos por la costanera hacia el este y la falta de conocimiento acerca del largo de las cuadras nos hizo llegar sobre la hora fatídica de las 20. A las 20.05 ingresamos al “Narrow” y ante nuestra irrupción todo el local se transfiguró: la empleada que atendía la barra guardó rápidamente las cartas bajo el mostrador; unas mujeres que jugaban a los dardos en un costado detuvieron su juego y nos miraron; toda la gente que estaba en las mesas se quedó en silencio y sentimos que sus las miradas convergían sobre nosotros. Después de un tímido intento de pedir que nos dieran algo de comer, volvimos sobre nuestros pasos y salimos a la calle. Como en una película, después que cerramos la puerta detrás de nosotros, la vida en el bar volvió a la normalidad.
Una tarde, sentados en el comedor del hotel, tomando una cerveza y charlando, conocimos a un personaje de la isla.
Apareció un hombre, más o menos de nuestra edad (44) que hablando un castellano bien argentino nos preguntó si nosotros éramos “los argentinos”. Nos dijo que se llamaba Carlos y que él también era argentino. Lo invitamos a la mesa y luego de una corta conversación de presentación nos invitó a dar una vuelta en su camioneta por el pueblo.
Salimos con él y nos llevó hacia la zona donde el regimiento de Raúl había estado durante la guerra. Le contamos de nuestra dificultad para orientarnos en esa zona debido al crecimiento de pueblo hacia el este y nos confirmó acerca de los pozos argentinos que había sido tapados por gente del pueblo con basura.
Incluso nos llevó hacia la costa, mostrándonos el basural, el lugar adonde se tira la basura del pueblo, muy cercano al mar y a los lugares donde el 6 de Mercedes había acampado.
Raúl, que seguía buscando posiciones en esos terrenos, encontró un pedazo de la tela de una carpa y lo guardó prolijamente en una bolsita de nylon.
Debimos atravesar un campo minado a cada lado del camino para llegar al basural, y nos contó de un accidente en el cuál una mina explotó produciendo un incendio que provocó gran temor en los pobladores, atento el peligro de que el fuego se propague por la turba que cubre todo el terreno, hacia las casas.
Luego de dar vueltas nos invitó a su casa a comer unas pizzas. Dudamos en aceptar el ofrecimiento y todos nos miramos extrañados. No se trataba de hacer cumplidos, sino que todos habíamos tenido la misma extraña sensación frente a las cosas que decía nuestro compatriota y la manera de expresarse.
Nos había contado que había vivido en distintos lugares del mundo, entre ellos Irak y Kuwait. Ante las caras de sorpresa explicó que había trabajado para las Naciones Unidas.
Dijo que había conocido en la Argentina, en San Miguel, provincia de Buenos Aires, a una mujer isleña con la que luego se casó y se vino a vivir a Malvinas. Que tenía dos hijos y que su mujer trabajaba de policía en Stanley.
Dijo que su segunda profesión era fotógrafo, pero no explicó cuál era la primera. Que estaba trabajando de “butcher” (carnicero) y también como empleado de limpieza del colegio.
Finalmente aceptamos la invitación, fuimos al supermercado y él compró las pizzas y nosotros las cervezas.
Llegamos a su casa y nos permitió usar la computadora para mandar correos electrónicos a nuestras familias.
Estaba solo y dijo que su mujer se había ido con los chicos a la casa de una amiga.
Comimos y tomamos cerveza, hablamos e hicimos chistes como en cualquier reunión. Pero poco a poco se veía que lo que sospechábamos sería cierto. Luego de un chiste de mal gusto que Carlos le hizo a Oscar, nuestro amigo no se quedó atrás y lo insultó de todas las formas posibles. Calmamos la situación apelando a las risas y al humor pero ya era tiempo de irse a dormir.
Como demostrando su actividad fotográfica nos mostró un trípode, pero se excusó diciendo que en ese momento no tenía cámara de fotos. Usamos el artefacto para poder sacar unas fotos en las que saliéramos todos, y cuando nos estábamos yendo nos dijo que nos regalaba el trípode.
Le dijimos que no, que era demasiado, que agradecíamos su hospitalidad pero que no podíamos aceptar el regalo.
Oscar era el único, que todavía caliente por la joda que Carlos le había hecho decía que sí, que se llevaba el aparato.
Finalmente salimos a la calle y cuando nos estábamos por ir Carlos le dice a Raúl:
-No te olvidés el paño de carpa…
-Ah, gracias, dijo Raúl que había dejado la bolsita con el pedazo de tela en el asiento de la camioneta.
Volvimos caminando hacia el hotel y cuando llegamos a la curva cercana a la casa del gobernador explotamos de la risa.
Era evidente que Carlos había sido o era milico. Nadie dice “paño de carpa” si no estuvo en el ejército.
Sus trabajos para la ONU en Irak y Kuwait no podían ser otra cosa que formar parte de las tropas que allí se habían desplegado y de la cuales Argentina había participado durante los gobiernos de Menem.
Nos sacamos una foto, todos abrazados, parados en el medio de la calle, en esa famosa curva, aprovechando el trípode que Oscar se había ganado y nos reímos como chicos en viaje de fin de curso.

Capítulo XI.-
Patrick llevaba una carpeta de tapa azul llena de fotos, datos, recortes y fotocopias con datos de la guerra. De allí había sacado la foto donde nos mostró la famosa cocina de campaña argentina. Se iba a pasar toda la tarde buscando documentos que permitan corroborar lo que él o nosotros relatábamos.
Bajamos la ladera de Apple Pie hacia Rought Diamond, según la nueva topografía que nos había enseñado Patrick.
Nos dirigíamos hacia las trincheras de la C, lugar que el isleño guía había recorrido muchas veces, buscando la posición de Miguel Savage.
La cocina de la compañía era la referencia. Era fácil ubicarla y si bien no estaba tan deteriorada como la de la B, estaba bastante peor conservada que la de la A.
Savage había aparecido en un libro inglés que relataba la experiencia de los Para 3 en la guerra y contaba acerca de los ancestros irlandeses de Miguel, en particular de su abuelo, que había estado enrolado en la RAF durante la segunda guerra mundial. También la historia de la amistad entre Savage y la familia Peck. El libro tenía fotos de Miguel durante la instrucción militar en San Miguel de Monte y también de las visitas que hiciera a las islas y en particular a su posición, junto a Terry y James Peck.
Esas fotos que lo mostraban dentro de una pequeña barranca, indicando que allí había peleado, no alcanzaban para ubicar el lugar ahora que estábamos en la misma zona donde debíamos encontrarla.
Dimos vueltas y Oscar se quedó hablando solo, señalando un lugar que fue desechado por Patrick sin bajarse del vehículo.
Luego de una pequeña parada donde tomamos café y comimos algunos bizcochos que Patrick convidó, continuamos el recorrido hacia los lugares donde había combatido la Compañía B.
Cuando nos disponíamos a llegar a Longdon, el guía dio un rodeo y nos colocamos al pie del monte, pero del lado desde donde atacaron los ingleses.
Patrick detuvo la camioneta y nos dio una clase de cómo fue el ataque británico a las posiciones argentinas esa noche del 11 de junio de 1982.
La tropa inglesa se dividió en tres pelotones. Dos avanzaron por lo que se podía describir como anchas avenidas que permitían subir como en rampas las cuestas del monte.
Una tercera quedaba en reserva y apoyo.
Avanzamos por una de las avenidas que el terreno mostraba y comenzamos a sentir el temor que los británicos deben haber sentido esa noche fría de junio. El ataque estaba planificado para ser por sorpresa y tomar desprevenidos (seguramente dormidos) a nuestros compañeros.
Pero la historia cuenta, y nadie lo ha desmentido hasta ahora, que un paracaidista británico pisó una mina y la explosión dio comienzo a una eterna seguidilla de disparos y explosiones.
El avance debió hacerse en forma más rápida y luego de un primer intento incompleto, se detuvo el primer grupo buscando refugio en una hondonada del terreno, que permitía cubrir a un hombre casi de pie.
Aparentemente el motivo que impidió seguir avanzando fue una ametralladora argentina que detuvo el ataque inglés provocando que cayera herido uno de sus hombres. Aquí entra en acción uno de los héroes británicos, el sargento Mc Kay, quien habría salido de su refugio para recoger al hombre herido, siendo alcanzado por un tirador argentino, provocando su muerte en ese lugar. Una cruz se erige allí, donde supuestamente cayó el inglés.
Cuando escuchábamos el relato del guía, y repasábamos las historias oídas martes tras martes en las reuniones del CECIM, íbamos llegando a la conclusión de que nadie de los compañeros que tiraron esa noche pudo sobrevivir.
Pensaba en Sergio Delgado y su historia sincera, cuando cuenta que se despertó con un inglés parado sobre la piedra que cubría su pozo, prácticamente sobre su cabeza, mientras trataba de despertar a su compañero, acostado a su lado sin hacer algún movimiento que delatara su posición.
Examino el lugar por donde subieron los británicos y recuerdo a los que allí estaban, y creo que todos han muerto.
Pienso también en la olla de Baldini, otro de los lugares por donde ingresó el asalto de los paracaidistas, y dudo que haya tenido posibilidad alguna de salvar su vida.
Imagino a la artillería, indicando y limpiando el paso por donde ascendían los atacantes y no hay manera de que alguno de los que allí estaban, haya podido enfrentar el ataque y salir con vida.
Una de las ametralladoras que frenó el avance británico es la que se encontraba en una posición que se puede ver en algunas fotos, con largos postes de madera cubriéndola y aún el afuste colocado en el lugar desde donde se disparó.
Creo que es del grupo de infantería de marina que reforzaba la Compañía B. Quien quiera que fuera el que tiró con esa MAG debe haber sido el autor de varias bajas inglesas.
Al llegar a la posición de Baldini Patrick nos mostró una foto de ese mismo lugar donde se ven a soldados argentinos arrastrando por los pies a otros argentinos muertos, quizás llevándolos a una precaria tumba.
En ese lugar decidimos dejar la placa de la AJB y pudimos ver, acodada contra las piedras, la botella vacía de “Trumpeter” que inmediatamente reconocimos como el vino que se había tomado en su visita del mes de junio, Beto Alonso, (13) junto a la televisión chilena.
El cielo se nubló y las piedras en punta del monte mostraron su imagen tétrica. La frialdad del lugar se agiganta frente a esas agujas sin belleza alguna.
Volvimos al pueblo pensando en nuestros muertos.

(13) Ernesto “Beto” Alonso es un ex soldado combatiente que estuvo en la Compañía B del 7 y viajó a las islas para grabar un programa de TV chileno que se llamó “El Vietnam argentino”

Capítulo X.-
Al día siguiente, martes, habíamos quedado en volver a nuestras posiciones junto con Patrick. Así habíamos arreglado en la casa de John, el domingo a la noche cuando nos invitó a comer. De cualquier manera, cuando regresábamos de las montañas esa tardecita del lunes, nos encontramos con Patrick en la puerta del correo. Detuvo su camioneta, y luego de reconfirmar la salida del día siguiente nos informó los resultados de los partidos de fútbol del domingo, que no habíamos podido averiguar hasta ese momento. “Ganó Estudiantes tres a cero, Boca ganó tres a cero también y Gimnasia perdió tres a uno” nos dijo con el acento típico del inglés hablando castellano. Explotamos de alegría los pinchas, Oscar y yo; Raúl, hincha de Boca puso cara como demostrando su acostumbramiento al éxito, y Luis, lo mismo, pero al revés, es decir, acostumbrado a que al Lobo le vaya mal.
Puntualmente a las diez de la mañana llegó la camioneta Land Rover de Patrick que ya habíamos visto pasar el día anterior por el campo, y luego de cargar algunas provisiones, arrancamos. Previo a tomar el camino hacia las colinas, el kelper nos dio una vuelta por el pueblo indicando lugares que eran de interés para la historia de la guerra. El lugar donde ahora funciona el único restaurante, el Brasserie, había sido un supermercado llamado Globe, igual que el pub. Fue ocupado por oficiales argentinos que antes de la rendición lo prendieron fuego.
Luego nos mostró el lugar donde había funcionado la escuela hasta que también fuera ocupada por oficiales argentinos. Y aquí nos contó una extraña y desagradable historia. Dijo que los niños de hasta determinada edad que había en el pueblo fueron desalojados y separados de sus familias por orden de las autoridades argentinas y traslados hasta Darwin, supuestamente, para su protección. Que un isleño que hablaba español fue designado como una especie de tutor de todos los chicos para que los acompañara en su estadía, lejos de sus familias.
No nos resultó creíble al principio lo que nos contaba, pero pensando en las atrocidades que el gobierno militar hizo durante el “proceso”, no resultaría nada extraño que fuera cierto.
Pasamos también por la puerta de la radio, donde Patrick trabajaba cuando sucedieron los hechos del 2 de abril del 82.
Tomamos Ross Road y salimos nuevamente junto a la bahía en dirección a los cerros del oeste.
En un momento se detuvo, y nos señaló el preciso lugar donde el 14 de junio del 82 había encontrado dos cuerpos de soldados argentinos muertos, tirados sobre el camino.
El camino se enangostó, una mano pasó a ser de ripio, y rápidamente llegamos a Moody Brook. Allí dio una pequeña vuelta señalándonos la vieja planta potabilizadora de agua que nosotros bien conocíamos y un medio caño, todavía camuflado, pintado de colores verdes y negros, igual al que estaba pintado de blanco y que habíamos usado la primera noche de nuestra llegada a las islas en el 82.
Dos casas particulares se levantan próximas a donde otrora estuvieran los galpones del viejo cuartel de los Royal Marines, adonde veníamos a robar comida.
Frente a ellas nace el camino que cruzando el valle entre Tumbledown y Wireless Ridge, lleva a Longdon. Subimos un trecho por el camino y de acuerdo a lo que le habíamos contado nos llevó a la cima de Wireless Ridge. Pero a poco de llegar nos sorprendimos al ver que no era nuestro lugar.
“This is not Wireless Ridge” le dije en mi inglés primitivo. “Yes, is Wireless Ridge” me contestó él y como asegurando su respuesta detuvo la camioneta junto a un cañón 105, evidentemente argentino.
Bajamos de la camioneta y recorrimos un poco la zona y llegamos a la conclusión de que la Compañía Comando de nuestro regimiento se había extendido en el terreno mucho más de lo que nosotros pensábamos.
Era evidente que allí había posiciones argentinas y no había habido otro regimiento que no fuera el 7.
Subimos a la camioneta y le indicamos con señas el lugar hacia donde se encontraban nuestras trincheras. Dudó de hacernos caso, pero ante nuestra insistencia, y afirmando además que el día anterior habíamos estado allí, fue que retomó el camino y luego cruzó a campo traviesa en dirección a nuestras indicaciones.
Detuvo la camioneta justo debajo de la posición de Oscar y mía. Se la mostramos y vio las vainas servidas y los restos de carpa. Luego fuimos hasta la de Depino y Morán y le contamos que allí estuvo el único oficial que quizás hubiese podido guiarnos en el combate, pero que lamentablemente fue evacuado antes de que los ingleses nos atacaran.
Dijo que muchas veces había pasado por esos lugares y nunca había visto estas posiciones. Le mencionamos el cañón 105 de nuestra compañía, el del Tano Postogna, y dijo que nunca había visto un cañón por allí.
Avanzamos por el campo, cruzamos alambrados que antes no existían, y justo frente a donde ahora han construido un puente que cruza el río Murrell descansaba, mirando hacia el pueblo, el cañón 105 de la A.
Allí nos sacó una foto a los cuatro, abrazados al cañón. Le dije que iba a tener que sacar tres fotos, pensando en que queríamos una con cada máquina que habíamos llevado. Pero mi explicación en inglés fue tan mala que sacó nueve, tres fotos con cada cámara.
Luego volvimos sobre nuestros pasos y quedó maravillado con la visión de nuestra cocina. Mucho tiempo hacía que buscaba “esa” cocina. Nos dijo que meses atrás un grupo de historiadores ingleses había llegado a las islas con varias fotos de los momentos de la guerra para tratar de ubicar ahora esos mismos lugares. Contó que entre las fotos, había una, donde se veía a un grupo de soldados argentinos comiendo alrededor de una cocina. La foto la debió haber tomado algún argentino y luego, no sabemos cómo, fue a parar a las manos de estos ingleses.
Dijo que luego de recorrer Tumbledown, Longdon y Dos Hermanas, no habían podido encontrar esa cocina, el lugar preciso donde se tomara esa fotografía.
Al ver la foto al unísono le dijimos que era la cocina de la A. La nuestra. No nos creía que pudiéramos resolver así el enigma de la excursión de los historiadores ingleses, pero cuando lo llevamos frente a la gran piedra, a cuyos pies todavía, igual que en el 82, descansa la cocina de la Compañía A, quedó deslumbrado ante el hallazgo.

Vuelvo a ese lugar, a nuestras posiciones y la noche del 13 de junio vuelve a mi cabeza, con sus luces, fuego, gritos y llantos.
Primero vi un cohetazo. Un resplandor y una bola de fuego como de cuarenta centímetros de diámetro que pasó volando sobre nuestras cabezas y pegó donde estaba la MAG de Saavedra. Después otro, y otro y cada uno iba a pegar donde estaban las otras ametralladoras.
Nos habían visto, sabían dónde estábamos y les acertaban a las armas más importantes que teníamos.
La primera bola de fuego hirió a alguien, pero no puedo recordar quién era. Dos cabitos de 17 años fueron los que primero salieron. No recuerdo sus nombres pero fueron los que gritaron primero y atrás salió el Gringo. Yo busqué refugio en su posición. Arrastraron al herido, y creo que algo manoteé para ayudar. No sé que fue después de él.
Caía algo blancuzco y frío y recuerdo que algunos discutían si era nieve o “aguanieve” y yo no entendía cuál era la diferencia. Nunca en mi vida había visto nevar.
Al caer esa escarcha helada el viento se detenía y los ruidos de las explosiones quedaban como en un segundo plano. Suspendidos en el aire, el sonido y el viento, la lluvia-nieve y los proyectiles.
De tanto en tanto se iluminaba todo el cielo. No había luna, estaba nublado, pero las bengalas nos descubrían las caras mugrientas y barbudas.
Y enseguida otra lluvia. Las municiones trazantes que pegaban por todos lados haciendo saltar pedazos de roca y tierra. Eran como fuegos artificiales pero en la tierra, no en el cielo.
Brillantes, rojos y amarillos, los tiros de fusil pasaban iluminando instantes. Volaban por arriba y por los costados de nuestras cabezas y nos sentíamos inmortales.
Como en un sueño veíamos pasar corriendo a unas figuras que eran como nosotros mismos. Acostados contra el piso, nos quedamos inmóviles de frío-miedo-hambre. El Gringo nos despertó.
-¡Tiren la concha de su madre! ¡Ahora se levantan y tiran la reputa madre que los parió!
Y nos arrodillamos y empezamos a tirar. Como zombis, mecánicamente, mientras escuchábamos a nuestros corazones latiendo al compás de las bombas y los disparos de ametralladoras. Nos estallaba el pecho de miedo y empezamos a tirar. El Gringo, parado, al lado nuestro era un gigante.
Recuerdo haber cambiado el cargador después que se trabó. Recuerdo que alguien tiró una granada, quizás dos. Recuerdo los gritos de un cabo que decía que se iba, que lo siguiéramos. Recuerdo caras de gente que quiero, que aparecían como fantasmas en el aire.
Me siento ahora, todavía, ahogado, tratando de alcanzar una altura, a pocos metros detrás de nuestra posición, creyendo que llegaba a casa.
O quizás no, que finalmente me enfrentaba al precipicio, al abismo que estuvo siempre ahí, adelante o atrás de nosotros. El destino inevitable adonde debíamos caer. Adonde iban cayendo todos los muertos, los heridos, los amigos, los padres, los hermanos, las novias, todos en un huracán descendente alejándose del sol, adentrándose en la noche, en lo oscuro, en la negra, verde y roja muerte…
Casi sin poder respirar, agitado por el esfuerzo y el terror logré dar la vuelta a la cima de la pequeña colina.
Pasada la altura supe que me iba a salvar.
Estoy en el camino a casa, estos son los primeros pasos de los cinco mil kilómetros que me separan de la calle 59 de La Plata.

Capítulo IX.-.
Teníamos que seguir nuestro camino, tal como nos habíamos propuesto. Pasar por todas las compañías del regimiento.
Antes de abandonar las posiciones de la compañía A nos detuvimos en la cocina. Ahí estaba, detrás de una enorme roca, casi intacta parecía desde lejos. El óxido había carcomido todo su cuerpo, salvo la gran olla de acero inoxidable, que aún brillaba al quitar la tapa camuflada.
Muchas veces habíamos buscado refugio aquí durante los bombardeos, especulando con la ausencia de los cocineros, para poder robar algo de comida.
Aquí también fue el lugar donde Santiraki lo cagó a trompadas al cabo 1º Juárez. Todos disfrutamos esa tarde, al verlo en el suelo, pidiendo ayuda.
Luego recorrimos las posiciones que estaban más próximas a la nuestra. Primero la de Marcelo Depino, Alejandro Paván y el teniente primero Morán.
Era fácil de reconocer. La posición de Morán y sus dos soldados tenía una pared de piedra, a una altura de un metro del suelo aproximadamente, que permitía parapetarse para tirar desde allí. No sé porqué motivo, dicen que Morán tenía dos fusiles.
Morán era nuestro jefe directo, y el único oficial que tuvo contacto con nosotros durante la guerra. Lástima que se fue antes de que terminara.
Hay muchas mentiras acerca de la forma en que se hiriera el teniente primero y que motivara su evacuación hacia el continente, pero yo estuve ahí y puedo contar la verdad.
Estaba siempre atento y vigilante a lo que hacía la tropa y era muy común escuchar su vozarrón insultándote si te veía caminar entre las posiciones sin el caso puesto o prendiendo un cigarrillo de noche, cuando podías delatarte al enemigo.
Desde su posición hice guardia la noche del 11, en que el regimiento 3 de paracaidistas ingleses atacó a la Compañía B del 7 en la colina de Longdon. Pude ver el intercambio de fuego, como si fuera un gigantesco espectáculo de fuegos artificiales, pero en tierra.
Dice Depino que Morán siempre repetía que los británicos atacarían por el oeste, tal como lo hicieron. Sin embargo, nos ordenaron hacer las posiciones mirando al norte.
Pero en fin, la verdad es que era el único militar que parecía preocupado porque la guerra sería en serio, ya que los suboficiales sólo estaban pendientes de robarnos la comida que a su vez nosotros robábamos de los depósitos. La paradoja es que cayó herido por su propia torpeza.
El fusil de Morán, o los dos fales (11) que tenía, estaba apoyado en esa pared de su posición, cargado y sin seguro. Todavía retumban en mi cabeza sus gritos, diciendo que nunca hay que tener el fal cargado y menos, sin seguro.
Ocurrió entonces que nuestro oficial pasó caminando junto a su fusil y lo rozó, el fal se cayó y al golpear contra el piso se disparó, atravesándole una pierna a la altura de la rodilla.
Corrimos en su auxilio y ante la falta de camillas y la urgencia, tomamos una manta, lo colocamos encima y cargándolo de esta manera lo evacuamos del frente.
(11) Fusil Automático Liviano (FAL)

Se hicieron postas hasta llegar al puesto de socorro y ya no lo vimos más.
Sé que le quedó una pierna defectuosa para siempre, pero pudo volver a caminar. Que durante algunos años estuvo encargado del museo del regimiento. Quizás ahora esté felizmente retirado.
Bajamos nuestra colina hacia el Longdon y en dirección a las posiciones donde había estado la compañía C. De pronto una fila india de ocho o nueve personas se veía como adelantándose en nuestro camino. Eran los veteranos ingleses del 82 que habíamos encontrado en el acto del Remembrance Day y que ahora estaban recorriendo los campos de batalla igual que nosotros.
Hace veinticuatro años nos habíamos enfrentado, muertos de hambre y de frío, disparándonos mutuamente, sin saber bien la razón, más que la de sobrevivir. Ahora éramos dos grupos de turistas. Ellos caminando ordenadamente, guiados por Patrick, con quien al día siguiente vendríamos nosotros. Y nosotros recorriendo piedra a piedra, eliminando fantasmas como en un video game.
El piso volvía a ser como en el 82. Blando y húmedo, se hundía a nuestro paso, haciendo muy dificultosa la marcha. Rodeamos charcos que formaban pequeños lagos y lo que al principio parecía un camino corto, se fue transformando en una penosa caminata.
Un campo minado se veía al frente, perfectamente delimitado con alambres y carteles anunciando el peligro. La camioneta de Patrick Watts bordeaba el campo, llevando a los ingleses ex combatientes.
Un cañón 105 volcado sobre el terreno nos alertó acerca de la cercanía de las posiciones de la C. A poco de andar encontramos la cocina de la compañía y reconocimos los lugares que habíamos visto en las fotos de Miguel Savage. (12)
Buscamos la posición de Miguel, pero sin resultado. Recordábamos sus fotos, en particular una donde se lo ve sentado como en una barranca junto a uno de sus hijos, en el primer viaje que hiciera a las islas, pero no pudimos encontrar ese lugar.
Seguimos nuestro camino hacia el oeste y las piedras del Longdon iban tomando otra dimensión. Subimos la colina de acuerdo al orden en que se habían desplegado las distintas secciones de la Compañía B, tal como habíamos escuchado el relato de nuestros compañeros. Vimos la cocina, ya casi totalmente destruida, y una especie de basural donde habían concentrado un montón de restos de la guerra. Pedazos de carpa, hierros, maderas, vainas servidas.
Caminamos por lo que parecía una calle central en la loma y vimos aparecer las cruces y marcas dejadas por los amigos y familiares de los ingleses caídos en ese lugar.
Llegamos finalmente al punto más alto, donde se alza una cruz, muy similar a la que habíamos visto en las posiciones de la Compañía Comando, en el primer cordón de Wireless Ridge. Plateada y brillante, el sol te impedía verla de frente.
(12) Miguel Savage, ex soldado combatiente de la Compañía C del Regimiento 7 viajó dos veces a las islas, a partir de la amistad que hiciera en Buenos Aires con James Peck, un isleño artista, pintor de cuadros.


Debajo de la cruz una caja metálica amarilla guardaba el libro de visitas. Allí escribimos unas palabras y pusimos nuestros nombres. Solamente dos argentinos habían escrito algo antes que nosotros, uno desconocido y el otro el periodista-historiador Felipe Pigna.
Aquí también teníamos trabajo que hacer. La Asociación Judicial Bonaerense, el gremio de los empleados judiciales, nos había dado una placa para que la dejemos en el lugar que quisiéramos. Buscó Oscar un lugar entre las piedras, trepándose como un gato, y allí la colocó.
Nos detuvimos en un lugar que conocíamos por los relatos y las fotos. La olla de Baldini, y que los ingleses llaman “Baldini’s bowl”. Era el lugar donde había armado su posición el único oficial del ejército argentino que murió en combate. Era subteniente, es decir, el primer grado de oficial, quizás el oficial más joven del regimiento.
Hay muchas historias acerca de la forma en que murió. Ninguna me resulta totalmente creíble. La dejo para que la cuenten otros.
La tarde empezaba a caer, todavía teníamos fuerzas para seguir caminando, pero faltaba todo el camino de vuelta. De cualquier manera sería más corto, ya que desde allí se podía tomar el camino hacia Moody Brook sin volver a pasar por las posiciones de nuestra compañía.
Bajamos con la conciencia en paz, el alma limpia, la sensación indescriptible de habernos encontrado con una parte de nosotros, oscura, triste y amarga y habernos impuesto. La luz iluminó las montañas y habíamos estado allí para vivirlo y contarlo.

Capítulo VIII.-
Después de esos primeros momentos de congoja, dolor, amargura por los que no están y de alegría por estar vivos, empezamos a reaccionar.
“Ganamos, Oscar, ganamos” decía yo. Les ganamos, porque tenemos hijos, tenemos una mujer que nos quiera, tenemos familia, tenemos trabajo y estamos vivos. Vivos para volver y contarlo. Por eso ganamos.
Empezaron entonces las ceremonias que habíamos imaginado y preparado. El vino de Estudiantes de La Plata que había traído Oscar rivalizaba con el Rutini que saqué yo. Comimos los sándwiches que teníamos preparados y brindamos una y mil veces por la vida, por estar ahí, juntos, por nuestras familias, por nuestros amigos, por los que murieron en esta guerra.
A pocos metros, Luis deambulaba tocando las piedras y mirando a todos lados. Casi gateando encontró un lugar y dijo que ahí estaba su pozo. Ya no había piedras protegiéndolo alrededor. Detrás, un hueco en la turba, como una pequeña barranca fue el lugar elegido para poner su placa. Todos habíamos llevado unas pequeñas placas de acero con nuestros nombres para dejar en los lugares donde habíamos combatido.
Ahí puso Luis la suya y lo rodeamos abrazándolo mientras se quebraba por primera vez en el viaje y permitía que broten lágrimas sanadoras que rodaban por su cara. “Ya está Luisito, ya está” lo consolamos como a una criatura.
Mirábamos al frente y de nuevo escuchábamos los gritos de los ingleses subiendo la colina. Por momentos nos estremecíamos y el calor del sol nos volvía a la paz de este momento.
Hacia la derecha, las piedras de Longdon eran como agujas que herían el cielo, hoy, por fin, azul.
Comimos los cuatro, casi en silencio y tomamos del pico el vino que nos unía en ese instante mágico.
Quedaban todavía otras ceremonias. Oscar comenzó a cavar dentro de la posición con la palita de jardín que había traído Raúl. Tenía que enterrar el tesoro más preciado de su hijo Gonzalo: tres autitos que le había dado para que los dejara en el lugar donde su papá había peleado la guerra. Los tres autitos que aún guardaba, -ya era grande para seguir jugando- pero esos, los que siempre lo habían acompañado en su infancia, ahora descansarían ahí, bajo las piedras y la tierra del suelo malvinense.
Después que Oscar se restregara los ojos, secándose las lágrimas, me tocaba a mí, enterrar un rosario que Susana, una compañera de trabajo, me había dado. Sé que era un recuerdo familiar muy valioso, y emocionada lo había dejado en mis manos pocos días antes de viajar.
Hice un pequeño pozo en esa tierra que ahora no estaba tan húmeda como hace veinticuatro años, y con respeto y un nudo en la garganta lo guardé bajo la turba.
Faltaba la sesión de fotos. Primero la posición: de arriba, de abajo, del costado, del otro lado. Con nosotros parados, sentados, mirando al frente y a la retaguardia.
Ahora desplegando las banderas de la Asociación Judicial reclamando la ley porcentual. (10)
Y después con las camisetas. Oscar y yo, casi como una premonición de lo que ocurriría en diciembre de este año,
nos pusimos nuestras camisetas de Estudiantes y nos abrazamos felices y sonrientes. Raúl se puso la de Boca y lo dejamos sacarse una foto con nosotros, entre medio de los pinchas.
Una bandera argentina también flameó en esa posición, y parados en las piedras nos sacamos las fotos que llevaremos para siempre en nuestras vidas.


(10) La ley porcentual es el reclamo histórico del gremio de los empleados judiciales de la provincia de Buenos Aires. Establece una escala salarial basada en porcentajes tomados a partir del sueldo del juez de la Suprema Corte.

Capítulo VII.-

El camino llegaba al final de la bahía de Stanley y la vieja planta potabilizadora de agua asomaba inconfundible.
Muy cerca de allí estaba el galpón de esquilar ovejas donde habíamos dormido la primera noche de aquellos días de abril del 82. Desde el aeropuerto nos habían traído caminando, casi unos diez kilómetros, con el armamento y el bolsón, hasta ese lugar donde nos refugiamos para pasar la noche.
El galpón era un medio caño que tenía en su interior muchos cueros de ovejas colgando, que inmediatamente tomamos para buscar abrigo mientras intentábamos dormir. A la mañana siguiente, todo nuestro cuerpo se encontraba cubierto de pulgas, piojos y garrapatas que los cueros nos habían contagiado.
Ya no estaba el galpón pero quedaba uno, casi igual al de nuestra memoria, a unos cientos de metros hacia Tumbledown y Dos Hermanas. Todavía se veía su pintura negra y verde, que trató de enmascararlo. Luego Patrick nos contaría que según una versión, Balza dormía allí algunas noches, mientras controlaba una sección de artillería colocada en las lomas cercanas. No nos parecía posible, de acuerdo a lo que el propio general contara en su libro “Gesta e incompetencia” y teniendo en cuenta el lugar desde donde decía que había disparado con sus cañones.
En ese final de la bahía, en el 82 existía un puente de madera que llevaba hacia Wireless Ridge; ahora ya no estaba y el camino cruzaba sencillamente por una construcción de material.
Este lugar es Moody Brook. Arroyo Moody, sería la traducción y efectivamente en algún momento existió un arroyo que nacía o moría en la punta de la bahía y se internaba entre las rocas de ese pequeño valle.
Moody había sido un gobernador inglés que decidió traer la capital desde San Luis, donde habían gobernado Bouganville y Vernet, hasta donde está ahora, fundando Port Stanley. Dicen que también fue quien introdujo el ganado lanar en las islas, o por lo menos el que le dio un gran impulso modificando para siempre la economía isleña.
En Moody Brook los ingleses habían construido el cuartel de los Royal Marines que custodiaron a las islas durante más de un siglo, manteniendo una guarnición de apenas cuarenta hombres al momento de la recuperación argentina. Quizás es una muestra más de la improvisación y apuro en la decisión del desembarco del 2 de abril el hecho de que era justo el momento de recambio de las tropas inglesas, por eso, en lugar de cuarenta infantes había casi el doble de soldados en esos días.
Esos galpones del ejército inglés fue el lugar que eligió el general Jofré y sus oficiales para instalarse durante gran parte de la guerra estableciendo la jefatura del Comando de la Xº Brigada.
Aquí también se instalaron las compañías Comando y Servicios del Regimiento 7 y hacia allí peregrinábamos en busca de comida quienes nos encontrábamos en el frente.
Esos galpones eran la fuente de nuestro alimento. Ahí los robábamos o quitábamos por la fuerza a quienes custodiaban los depósitos, para volver en las sombras a nuestras posiciones, más arriba, en Longdon o en Wireless Ridge.
Ese cuartel se transformaría en una gigantesca hoguera en la noche del 13 al 14 de junio, debido al bombardeo inglés.
Ya nada queda ahora de esos depósitos y galpones. Sólo una placa, con el escudo de los Royal Marines, recuerda que en ese rincón se erigiera durante décadas el lugar donde residían los soldados ingleses que custodiaban las islas.
Hoy hay dos casas en esa zona, en una de ellas vive el gerente de la Falkland Islands Company, quien de acuerdo a un comentario que escuchamos sería de nacionalidad brasileña. Nos pasó con la camioneta cuando volvíamos, a una velocidad infrecuente para las islas, quizás confirmando entonces que efectivamente era de Brasil y por eso manejaba tan ligero.
Desde Moody Brook sale un camino que bordea la falda de la primera colina de Wireless Ridge y llega a Mount Longdon. Cruzamos el camino y comenzamos nuestra trepada a campo traviesa, buscando ahora sí, con nuestro instinto, tratar de recorrer los mismos caminos que hacíamos en el 82 cuando bajábamos a buscar comida.
En la primera loma hallamos una gran cruz plateada que recuerda a tres paracaidistas ingleses que allí murieron en combate. Primera detención y fotos para poder observar desde lo alto toda la bahía, y al final, el pueblo.
Pensamos en nuestros amigos muertos y heridos en esas posiciones, aquí estaba la compañía Comando del 7 que sufrió un intenso bombardeo los últimos días especialmente. Empezamos a ver restos de lona de los paños de carpa, vainas servidas y grandes agujeros en la tierra, producto del bombardeo. Pozos donde ya no crecerá más el pasto. Los veinticuatro años que pasaron lo demuestran.
Bajamos esa colina y casi explotamos en llanto cuando a nuestros pies descubrimos el río de piedra. Ese famoso lecho seco que era el único punto de referencia para ir y venir desde nuestras trincheras hasta los depósitos de comida. Hay ahora alambrados que limitan vaya a saber qué terrenos y de quién. Nos sentamos entre las piedras y filmamos y sacamos fotos, sonrientes y felices de volver a ese lugar, sanos, enteros y con la panza llena.
Seguimos nuestro camino y comenzamos a subir la segunda loma que de acuerdo a mis mapas leídos durante años, antes de este viaje, también corresponde a Wireless Ridge. (9)
Subimos con esfuerzo y la aparición de un camino que antes no estaba, nos desorienta. El camino serpentea desde Moody Brook y llega, luego de subir y bajar por las colinas, hasta el río Murrell, y cruza por un puente hasta la casa de estancia Murrell. Esa casa, es la famosa casa adonde habíamos ido en excursión muchos de nosotros tratando de encontrar comida. Esa casa que habíamos saqueado, pero que también guardaba una historia muy triste para los miembros de la Compañía A del Regimiento 7.
Ahora podíamos ver que han construido un puente, que ya no es necesario cruzar el río para llegar hasta la orilla donde se levantaba la famosa casa.
(9)Luego Patrick y otros mapas me enseñarían que los nombres más precisos para designar a esas colinas son Apple Pie y Rougth Diamond.

Pero no podemos detenernos en esos recuerdos, tenemos que concentrarnos en nuestros lugares, tratar de reconocer las piedras. Encontrar nuestra posición.
De pronto a la derecha, un cañón 105. “Es el cañón del Tano” dice Oscar con seguridad. Luis afirma con la cabeza, yo no estoy seguro de nada. Tiene que ser, no puede haber otro cañón en este lugar. Pero no nos confundamos, dejemos este lugar y busquemos el “nuestro”.
En un momento Oscar sale corriendo hacia la izquierda, cruza una alambrada y sigue con la vista fija en unas piedras. Corre, corre, se tropieza y se cae, pero sigue corriendo con la vista fija en unas piedras.
“Ahí está negro, es esa, es esa” señalando unas protuberancias de piedra que salen de la turba. Lo sigo a una distancia prudencial, como midiendo las reacciones, para no desilusionarme. Desde hace años que Oscar me afirma con seguridad que él es capaz de encontrar perfectamente la posición donde estuvimos la mayor parte de la guerra. Yo no le creía. Lo miraba desconfiado y servía los vasos de aluminio, esos martes a la noche mientras comíamos en el Cecim. Y ahora se estaba produciendo aquello que me negaba a creer, quizás como una defensa para evitar la desilusión. Para no sufrir un desengaño, para no sentir que viajamos tres mil kilómetros para no poder encontrar nuestro lugar.
Y Oscar corría y gritaba, y los tres lo seguíamos como chicos, mientras se me hacía un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar.
Era esa. Ahí estaba, igual que hace veinticuatro años. Las mismas piedras apiladas formando tres paredes apoyadas en una gran piedra, que nos hizo de escondite en los bombardeos más fuertes. Ahí estaba, con las vainas servidas de la ametralladora que tiraron Oscar y Moreno. Yo no sabía usarla, y cuando los ingleses bajaron avanzando sobre nosotros, busqué refugio en la posición del Gringo Nowicki. Allí fui con mi fusil sin saber bien qué hacer.
Estábamos en nuestra posición. Restos de carpa, estacas, palos de los parantes, una cajita de plástico de municiones. Estábamos de nuevo ahí. Nos sentamos, cada uno en su lugar. Mirábamos el paisaje y volábamos en el túnel del tiempo hasta el año 1982. Y volvíamos a mirar y descubríamos la posición de Marcelo Depino, la del cabo Casto… “la de Luis tiene que estar acá nomás”, nos decíamos.
Pensábamos en Francia, al borde de la desnutrición, tirado en su carpa a pocos metros. En la bomba que hirió al Sapo, y a Soto, y al negro Ortega, acá arriba, detrás de esa barranquita donde habíamos puesto la carpa cuando se podía dormir en la carpa.
Sentados nuevamente en el pozo nos miramos y nos reconocimos como esos negritos medio flacuchos que compartían todo lo que podían conseguir, que comían codo a codo y dormían espalda con espalda para darnos calor. Que leían las cartas y sabían todo lo que sus familias les escribían. Esas cartas de Florencia, que le leí cientos de veces, compartiendo el amor que me enviaban por correo.
Nos miramos y nos abrazamos y lloramos. Raúl había agarrado la cámara para filmar, pero cortó cuando se le nublaron los ojos como a nosotros, y casi nos pidió permiso para abrazarse con nosotros también.
Salí del pozo, lo rodee, y me senté abajo, en el frente, mirando al “enemigo”, y lloré como un bebé desconsolado.