viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo IV.-
John nos había invitado esa noche a comer. Seguramente forzó sus costumbres para proponer como horario de la cena las ocho y media, demasiado tarde para ellos. Como buenos chicos nos pusimos lindos para ir hasta la calle Philomel Street, donde vive John, la misma calle que pasa al costado del Globe Tavern y desemboca en el viejo embarcadero, desde donde salían las lanchas que en el 82 nos llevaban al Canberra.
No fuimos muy puntuales con el horario pactado, pero al fin de cuentas, nosotros somos argentinos, y hacemos casi un culto de la impuntualidad.
La primera sorpresa al llegar a la casa de nuestro anfitrión fue cuando luego de ingresar al porche, donde nos quitamos nuestros abrigos, notamos que John no cerraba la puerta con llave.
-¿Cuál llave?, preguntó asombrado nuestro amigo isleño.
-La de la puerta de calle, dijimos casi a coro.
-Nunca he cerrado la puerta con llave, desde que vivo aquí, nos deslumbró John.
-¿Y cuando te vas de viaje?, seguimos preguntando.
-También queda abierta…quizás algún vecino necesite usar la computadora, o tenga ganas de venir aquí a mirar la televisión, terminó de abrumarnos el isleño.
Nos sentamos a la mesa y nos presentó a quienes también serían parte de la reunión: Robbie, un joven estudiante amigo de uno de los hijos de John, que vive con ellos; y Luis un chileno, que enseña castellano en el instituto que John dirige.
Los tres estaban tomando un pisco sour, bebida cuya soberanía disputan Perú y Chile, pero que en este caso venía bien beber sin entrar en discusiones.
Enseguida pasamos al vino, tinto y argentino, algunas botellas que le habíamos regalado a John murieron en combate esa noche.
La charla fue amable y pasó por los temas comunes a cualquier reunión de hombres, hasta que hizo su entrada el pedazo de cordero gigante que había asado John, seguramente por varias horas en su horno. Lo acompañaban ensaladas, papas y una especie de pan casero cuyo nombre olvidé y que resultaba ser una comida típica galesa, según nos explicaron.
Hicimos honor al cordero y Oscar expresó que se le estaba cumpliendo el segundo de sus sueños: el primero había sido el encuentro con veteranos ingleses; el segundo, comer un cordero con John. Nos faltaba el tercero, lograr encontrar nuestras posiciones.
Nuestro amigo isleño nos había avisado previamente que luego de la cena vendría a la casa a tomar el café, o el té, Patrick Watts, un especie de guía de turismo de los “battlefields” es decir, los campos de batalla, que quería conocernos.
Así fue que un momento llegó, acompañado de su esposa, una mujer nacida en la India pero con ciudadanía holandesa.
Patrick explicó que era nacido en las islas, pero que luego de que casado, pasaba seis meses en Holanda y seis meses en Malvinas.
Su obsesión por la guerra del 82 y todo lo que lo rodeaba era superior a la nuestra. Conocía los lugares donde había ocurrido cada episodio de los combates, los nombres de los oficiales ingleses y argentinos, las colinas, montañas y praderas donde algo de importancia había sucedido durante esos meses de aquel fatídico año. Pero quería más. Quería escuchar nuestra historia, estudiarla, sopesarla, compararla con otras versiones de los mismos sucesos.
Enseguida surgió el nombre de Sergio Delgado, un compañero ex combatiente que peleó en la Compañía B del Regimiento 7 y salvó su vida milagrosamente. Patrick lo había acompañado un día al Monte Longdon y lo había visto correr desaforadamente cuando se acercaron a su posición. En realidad se bajó corriendo de la camioneta de Patrick y trepó la colina velozmente perdiéndose de la vista del isleño. Varios minutos pasaron hasta que logró encontrarlo, sentado en su trinchera. Patrick luego nos mostraría en la montaña cuál era la posición de combate de Sergio.
La obsesión de Patrick por lo ocurrido en 1982 lo había llevado a transformarse en guía turístico, pero con esa extraña especialidad de llevar a quien quisiera (y pudiera pagarle) a esos lugares de la muerte.
Su vinculación con la guerra tenía su origen en el 2 de abril mismo. Él era quien entonces se encontraba trabajando como locutor en la radio del pueblo cuando irrumpieron los militares argentinos y poniéndole un arma en la espalda le dijeron que dejara de hablar. Está grabado el diálogo entre el oficial argentino y el isleño, cuando éste le pide que baje la pistola para poder seguir hablando y contar lo que sucedía.
Después de ese día siguió trabajando bajo las órdenes de un ingeniero argentino quien se hizo cargo de la radio y teniendo como compañero de tareas a un locutor argentino que trajeron de Radio Nacional.
Enseguida hizo buenas migas con el locutor y empezó a compartir códigos e ironías que deslizaban frente a su jefe, el ingeniero, ya que éste demostró rápidamente que era más milico que los milicos y su manera de ser exasperaba tanto a Patrick como al locutor argentino.
En esos días, de hambre y frío para los soldados argentinos, Miguel, un soldado, apareció por la radio pidiendo comida. Patrick lo hizo pasar y le dijo que le darían algo de comer a cambio de limpiar los vidrios y barrer un poco las instalaciones de la emisora.
A partir de ese momento, todos los días, en algún momento, aparecía el soldado por la radio para poder comer a cambio de su trabajo. Ya casi era un empleado más.
Luego de la rendición y temiendo que los últimos bombardeos del combate hubieran caído en el lugar donde se apostaba Miguel, Patrick recorrió la fila de prisioneros argentinos que esperaban para embarcar en el Canberra buscando al soldado que habían alimentado.
Grande fue la alegría del kelper (5) al encontrarlo en la hilera mientras gritaba: “Me salvé, Patrick, me salvé”.
(5) kelper viene de kelp que significa alga, más precisamente es el nombre de un alga que se encuentra en los alrededores de todas las islas del archipiélago. Fue tomado primero en forma despectiva por los mismos ingleses como una manera de referirse a los isleños. Actualmente puede no ser ofensivo su uso, entre los isleños. Por ejemplo existe un supermercado que se llama “Kelper Store” que exhibe orgulloso ese nombre pero depende quién y cómo lo diga.
También llegó a la sobremesa una argentina, Adriana Groisman, quien según nos contara John, nos quería conocer y quizás pedirnos colaboración para un trabajo artístico que se encontraba haciendo. No sabíamos de qué se trataba, llegó poco después que Patrick y se sentó a la mesa.
Algo raro pasaba entre el guía y la argentina, porque se miraban torcido y con desconfianza.
Mientras yo hacía un gran esfuerzo para mantener una conversación en inglés con Patrick, Luis, el chileno, que podía traducir para que todos entendiéramos, se dormía en el sofá. Robbie, que según John debía escucharnos para practicar su español, no entendía nada y cuando quise tener algún acercamiento con él me equivoqué feo justo en un tema en el que no podía fallar, el fútbol. Le pregunté de qué cuadro era en su país natal, Gales y me dijo que no le interesaba ninguno en especial. Entonces yo le repliqué que cómo no era hincha del Celtic ó el Rangers y él sonriendo me contestó que esos eran los equipos más populares de Escocia, no de Gales.
Oscar y John salieron a fumar a la calle, porque cuando encendieron un cigarrillo en la casa Patrick se paró y amagó irse inmediatamente. John no fumaba todos los días, pero ese día también era especial para él, y había decidido darse el gusto de unas pitadas.
Oscar lo acompañaba, en la noche de la calle desierta, con el viento interponiéndose entre las palabras, y la llovizna fría mojándolos.
“No parece inglés este tipo”, pensaba Oscar, mientras escuchaba a John, hablando en la noche, saboreando un cigarrillo.
¿Qué pensaría John de nosotros? ¿Tendría algún resentimiento todavía por lo que lo había hecho sufrir la guerra?
Raúl mientras tanto trataba de saber qué era lo que quería hacer Adriana allí y descubrió que además de sacar fotos de los campos de batalla, estaba tratando de colarse con nosotros, porque Patrick ya había demostrado su interés en llevarnos en su camioneta a los lugares que quisiéramos.

Al día siguiente, lunes, pensábamos ir caminando a nuestras posiciones y no queríamos que nadie nos acompañase. Ni Adriana ni Patrick. Así lo explicamos, y quedamos con el guía isleño en que el martes sí nos pasaría a buscar para ir a donde se nos ocurriera. Adriana guardó silencio, ya que nadie la invitaba.
Adriana Groisman nos contó que hacía veintiún años que vivía en New York. Estaba casada y tenía un hijo y además de fotógrafa era corresponsal del diario Clarín en esa ciudad. Nos habló de un trabajo que había expuesto en el Centro Cultural Recoleta el año anterior, donde se veían imágenes del mar, y en voces en off se escuchaban relatos de sobrevivientes del Crucero General Belgrano.
Ese trabajo, que había puesto el acento en el mar, debía tener una continuación, pero desde la tierra. Su idea era filmar y fotografiar los campos de batalla, principalmente Tumbledown y Mount Longdon y en la muestra se escucharían las voces de los protagonistas de esas batallas. Pensaba incluir voces tanto de argentinos como de ingleses y a partir de su experiencia y las vivencias que había recogido en Stanley (6), también aparecerían voces de habitantes de la capital de las islas.
Pero aquella noche en lo de John no terminó bien el diálogo nuestro con Adriana. Nos molestaba su actitud, que entendimos en un primer momento como de “colada” para aprovechar nuestros relatos y el viaje en la camioneta de Patrick. Se lo hicimos saber. La acompañamos caminando bajo la lluvia hasta la casa donde se hospedaba y volvimos felices, sabiendo que el día siguiente sería uno de los días más importantes, quizás de nuestras vidas, para Oscar, para Luis y para mí: volveríamos a nuestras posiciones.
(6) Algunos lectores podrán sorprenderse o hasta molestarse por la utilización del nombre de Stanley ó Port Stanley para referirse a la capital de las islas y no Puerto Argentino, tal como fuera bautizada la ciudad en abril de 1982 por el gobierno argentino. Entiendo que ese pueblo fue fundado por ingleses y designado con ese nombre. Demasiados ejemplos negativos tenemos en nuestro territorio continental de lamentables cambios de nombres de calles o ciudades que sólo demuestran oportunismo político y falta de respeto a las costumbres y a las tradiciones. Si los habitantes de un pueblo lo han llamado de una manera por más de cien años, parece poco feliz de parte de un gobierno que pretendía encima congraciarse con esos habitantes, disponer como primera medida cambiar el nombre de la ciudad. ¡Ah! y por supuesto, cambiar la mano de circulación de los autos.

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