viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo VII.-

El camino llegaba al final de la bahía de Stanley y la vieja planta potabilizadora de agua asomaba inconfundible.
Muy cerca de allí estaba el galpón de esquilar ovejas donde habíamos dormido la primera noche de aquellos días de abril del 82. Desde el aeropuerto nos habían traído caminando, casi unos diez kilómetros, con el armamento y el bolsón, hasta ese lugar donde nos refugiamos para pasar la noche.
El galpón era un medio caño que tenía en su interior muchos cueros de ovejas colgando, que inmediatamente tomamos para buscar abrigo mientras intentábamos dormir. A la mañana siguiente, todo nuestro cuerpo se encontraba cubierto de pulgas, piojos y garrapatas que los cueros nos habían contagiado.
Ya no estaba el galpón pero quedaba uno, casi igual al de nuestra memoria, a unos cientos de metros hacia Tumbledown y Dos Hermanas. Todavía se veía su pintura negra y verde, que trató de enmascararlo. Luego Patrick nos contaría que según una versión, Balza dormía allí algunas noches, mientras controlaba una sección de artillería colocada en las lomas cercanas. No nos parecía posible, de acuerdo a lo que el propio general contara en su libro “Gesta e incompetencia” y teniendo en cuenta el lugar desde donde decía que había disparado con sus cañones.
En ese final de la bahía, en el 82 existía un puente de madera que llevaba hacia Wireless Ridge; ahora ya no estaba y el camino cruzaba sencillamente por una construcción de material.
Este lugar es Moody Brook. Arroyo Moody, sería la traducción y efectivamente en algún momento existió un arroyo que nacía o moría en la punta de la bahía y se internaba entre las rocas de ese pequeño valle.
Moody había sido un gobernador inglés que decidió traer la capital desde San Luis, donde habían gobernado Bouganville y Vernet, hasta donde está ahora, fundando Port Stanley. Dicen que también fue quien introdujo el ganado lanar en las islas, o por lo menos el que le dio un gran impulso modificando para siempre la economía isleña.
En Moody Brook los ingleses habían construido el cuartel de los Royal Marines que custodiaron a las islas durante más de un siglo, manteniendo una guarnición de apenas cuarenta hombres al momento de la recuperación argentina. Quizás es una muestra más de la improvisación y apuro en la decisión del desembarco del 2 de abril el hecho de que era justo el momento de recambio de las tropas inglesas, por eso, en lugar de cuarenta infantes había casi el doble de soldados en esos días.
Esos galpones del ejército inglés fue el lugar que eligió el general Jofré y sus oficiales para instalarse durante gran parte de la guerra estableciendo la jefatura del Comando de la Xº Brigada.
Aquí también se instalaron las compañías Comando y Servicios del Regimiento 7 y hacia allí peregrinábamos en busca de comida quienes nos encontrábamos en el frente.
Esos galpones eran la fuente de nuestro alimento. Ahí los robábamos o quitábamos por la fuerza a quienes custodiaban los depósitos, para volver en las sombras a nuestras posiciones, más arriba, en Longdon o en Wireless Ridge.
Ese cuartel se transformaría en una gigantesca hoguera en la noche del 13 al 14 de junio, debido al bombardeo inglés.
Ya nada queda ahora de esos depósitos y galpones. Sólo una placa, con el escudo de los Royal Marines, recuerda que en ese rincón se erigiera durante décadas el lugar donde residían los soldados ingleses que custodiaban las islas.
Hoy hay dos casas en esa zona, en una de ellas vive el gerente de la Falkland Islands Company, quien de acuerdo a un comentario que escuchamos sería de nacionalidad brasileña. Nos pasó con la camioneta cuando volvíamos, a una velocidad infrecuente para las islas, quizás confirmando entonces que efectivamente era de Brasil y por eso manejaba tan ligero.
Desde Moody Brook sale un camino que bordea la falda de la primera colina de Wireless Ridge y llega a Mount Longdon. Cruzamos el camino y comenzamos nuestra trepada a campo traviesa, buscando ahora sí, con nuestro instinto, tratar de recorrer los mismos caminos que hacíamos en el 82 cuando bajábamos a buscar comida.
En la primera loma hallamos una gran cruz plateada que recuerda a tres paracaidistas ingleses que allí murieron en combate. Primera detención y fotos para poder observar desde lo alto toda la bahía, y al final, el pueblo.
Pensamos en nuestros amigos muertos y heridos en esas posiciones, aquí estaba la compañía Comando del 7 que sufrió un intenso bombardeo los últimos días especialmente. Empezamos a ver restos de lona de los paños de carpa, vainas servidas y grandes agujeros en la tierra, producto del bombardeo. Pozos donde ya no crecerá más el pasto. Los veinticuatro años que pasaron lo demuestran.
Bajamos esa colina y casi explotamos en llanto cuando a nuestros pies descubrimos el río de piedra. Ese famoso lecho seco que era el único punto de referencia para ir y venir desde nuestras trincheras hasta los depósitos de comida. Hay ahora alambrados que limitan vaya a saber qué terrenos y de quién. Nos sentamos entre las piedras y filmamos y sacamos fotos, sonrientes y felices de volver a ese lugar, sanos, enteros y con la panza llena.
Seguimos nuestro camino y comenzamos a subir la segunda loma que de acuerdo a mis mapas leídos durante años, antes de este viaje, también corresponde a Wireless Ridge. (9)
Subimos con esfuerzo y la aparición de un camino que antes no estaba, nos desorienta. El camino serpentea desde Moody Brook y llega, luego de subir y bajar por las colinas, hasta el río Murrell, y cruza por un puente hasta la casa de estancia Murrell. Esa casa, es la famosa casa adonde habíamos ido en excursión muchos de nosotros tratando de encontrar comida. Esa casa que habíamos saqueado, pero que también guardaba una historia muy triste para los miembros de la Compañía A del Regimiento 7.
Ahora podíamos ver que han construido un puente, que ya no es necesario cruzar el río para llegar hasta la orilla donde se levantaba la famosa casa.
(9)Luego Patrick y otros mapas me enseñarían que los nombres más precisos para designar a esas colinas son Apple Pie y Rougth Diamond.

Pero no podemos detenernos en esos recuerdos, tenemos que concentrarnos en nuestros lugares, tratar de reconocer las piedras. Encontrar nuestra posición.
De pronto a la derecha, un cañón 105. “Es el cañón del Tano” dice Oscar con seguridad. Luis afirma con la cabeza, yo no estoy seguro de nada. Tiene que ser, no puede haber otro cañón en este lugar. Pero no nos confundamos, dejemos este lugar y busquemos el “nuestro”.
En un momento Oscar sale corriendo hacia la izquierda, cruza una alambrada y sigue con la vista fija en unas piedras. Corre, corre, se tropieza y se cae, pero sigue corriendo con la vista fija en unas piedras.
“Ahí está negro, es esa, es esa” señalando unas protuberancias de piedra que salen de la turba. Lo sigo a una distancia prudencial, como midiendo las reacciones, para no desilusionarme. Desde hace años que Oscar me afirma con seguridad que él es capaz de encontrar perfectamente la posición donde estuvimos la mayor parte de la guerra. Yo no le creía. Lo miraba desconfiado y servía los vasos de aluminio, esos martes a la noche mientras comíamos en el Cecim. Y ahora se estaba produciendo aquello que me negaba a creer, quizás como una defensa para evitar la desilusión. Para no sufrir un desengaño, para no sentir que viajamos tres mil kilómetros para no poder encontrar nuestro lugar.
Y Oscar corría y gritaba, y los tres lo seguíamos como chicos, mientras se me hacía un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar.
Era esa. Ahí estaba, igual que hace veinticuatro años. Las mismas piedras apiladas formando tres paredes apoyadas en una gran piedra, que nos hizo de escondite en los bombardeos más fuertes. Ahí estaba, con las vainas servidas de la ametralladora que tiraron Oscar y Moreno. Yo no sabía usarla, y cuando los ingleses bajaron avanzando sobre nosotros, busqué refugio en la posición del Gringo Nowicki. Allí fui con mi fusil sin saber bien qué hacer.
Estábamos en nuestra posición. Restos de carpa, estacas, palos de los parantes, una cajita de plástico de municiones. Estábamos de nuevo ahí. Nos sentamos, cada uno en su lugar. Mirábamos el paisaje y volábamos en el túnel del tiempo hasta el año 1982. Y volvíamos a mirar y descubríamos la posición de Marcelo Depino, la del cabo Casto… “la de Luis tiene que estar acá nomás”, nos decíamos.
Pensábamos en Francia, al borde de la desnutrición, tirado en su carpa a pocos metros. En la bomba que hirió al Sapo, y a Soto, y al negro Ortega, acá arriba, detrás de esa barranquita donde habíamos puesto la carpa cuando se podía dormir en la carpa.
Sentados nuevamente en el pozo nos miramos y nos reconocimos como esos negritos medio flacuchos que compartían todo lo que podían conseguir, que comían codo a codo y dormían espalda con espalda para darnos calor. Que leían las cartas y sabían todo lo que sus familias les escribían. Esas cartas de Florencia, que le leí cientos de veces, compartiendo el amor que me enviaban por correo.
Nos miramos y nos abrazamos y lloramos. Raúl había agarrado la cámara para filmar, pero cortó cuando se le nublaron los ojos como a nosotros, y casi nos pidió permiso para abrazarse con nosotros también.
Salí del pozo, lo rodee, y me senté abajo, en el frente, mirando al “enemigo”, y lloré como un bebé desconsolado.

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