viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo XVII.-
Las cenas en el Shorty’s ya eran una costumbre casi familiar, tanto para nosotros como para las empleadas y empleados, como ya describiera más atrás. Generalmente quedábamos solos hasta el horario de cierre, cuando Sharon nos decía moviendo las manos con las palmas abiertas hacia arriba “Oscar, Oscar...” y se reía haciendo gestos de que tenían que volver a dormir a sus hogares.
Este comedor era el único que servía hamburguesas, al estilo de las casas de comidas norteamericanas. Por ese motivo era frecuentado por los adolescentes de la isla. Todos mostraban una triste evolución en sus cuerpos: hasta los 11 o 12 años tenían la figura de niños flacos, normales. Pero a partir de los 13 o 14 empezaban a engordar, quizás por el abuso de las papas fritas y esa comida chatarra que servían en el comedor de nuestro hotel. Era notable ver como prácticamente todos los adolescentes eran gordos. Y algunos muy gordos.
Además de los adolescentes y algún que otro habitué del que nos burlábamos en silencio por su parecido con un personaje del programa de Benny Hill, todas las noches venía a comer al Shorty’s una anciana de aspecto simpático.
Era bajita, de pequeña contextura física y rondaría los 80 años quizás. Se sentaba siempre en la misma mesa, y creo que todas las noches comía un puré. Un taxi la venía a buscar y el chofer generalmente se bajaba para ayudarla a bajar los escalones del local y subir al auto.
Después de verla varias noches, comenzamos a saludarla amablemente, aunque no podíamos intentar mucho diálogo debido a nuestra pobreza para expresarnos en inglés.
Una noche Oscar la llevó del brazo hasta el auto, y esto motivó el agradecimiento de la señora y un chiste del taxista que le dijo que cómo lo había cambiado por este hombre más joven.
Inesperadamente para nosotros una noche se acercó a nuestra mesa. Nos preguntó si habíamos estado antes en las islas. Le respondimos que sí, que habíamos estado en el año 1982. Nos dijo que lo suponía y seguidamente relató que durante la “invasión argentina” vivía en Port Luis, en una casa de campo y una noche fue sorprendida por la irrupción de militares argentinos. Entraron a su casa violentamente y a partir de ahí vivió hasta el final de la guerra prácticamente secuestrada en su propia casa. Dijo algunas cosas más que no pudimos entender bien, pero seguramente se trataba de algunos otros atropellos y vejaciones que nosotros conocemos muy bien, por haberlas vivido en el continente. Se lo dijimos, y quisimos aclararle que nosotros no podíamos ser responsables de las actitudes y acciones de un gobierno militar que nos sometió a todos los habitantes del continente y mucho más a quienes estuvimos como soldados conscriptos sin hablar de los muertos y desaparecidos durante el régimen. No entró en razones. Simplemente dijo buenas noches y nunca más nos saludó ni nos dirigió la palabra.
Millie Grant se llama, y es una persona conocida y respetada por todo el pueblo de las islas.

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