viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo IX.-.
Teníamos que seguir nuestro camino, tal como nos habíamos propuesto. Pasar por todas las compañías del regimiento.
Antes de abandonar las posiciones de la compañía A nos detuvimos en la cocina. Ahí estaba, detrás de una enorme roca, casi intacta parecía desde lejos. El óxido había carcomido todo su cuerpo, salvo la gran olla de acero inoxidable, que aún brillaba al quitar la tapa camuflada.
Muchas veces habíamos buscado refugio aquí durante los bombardeos, especulando con la ausencia de los cocineros, para poder robar algo de comida.
Aquí también fue el lugar donde Santiraki lo cagó a trompadas al cabo 1º Juárez. Todos disfrutamos esa tarde, al verlo en el suelo, pidiendo ayuda.
Luego recorrimos las posiciones que estaban más próximas a la nuestra. Primero la de Marcelo Depino, Alejandro Paván y el teniente primero Morán.
Era fácil de reconocer. La posición de Morán y sus dos soldados tenía una pared de piedra, a una altura de un metro del suelo aproximadamente, que permitía parapetarse para tirar desde allí. No sé porqué motivo, dicen que Morán tenía dos fusiles.
Morán era nuestro jefe directo, y el único oficial que tuvo contacto con nosotros durante la guerra. Lástima que se fue antes de que terminara.
Hay muchas mentiras acerca de la forma en que se hiriera el teniente primero y que motivara su evacuación hacia el continente, pero yo estuve ahí y puedo contar la verdad.
Estaba siempre atento y vigilante a lo que hacía la tropa y era muy común escuchar su vozarrón insultándote si te veía caminar entre las posiciones sin el caso puesto o prendiendo un cigarrillo de noche, cuando podías delatarte al enemigo.
Desde su posición hice guardia la noche del 11, en que el regimiento 3 de paracaidistas ingleses atacó a la Compañía B del 7 en la colina de Longdon. Pude ver el intercambio de fuego, como si fuera un gigantesco espectáculo de fuegos artificiales, pero en tierra.
Dice Depino que Morán siempre repetía que los británicos atacarían por el oeste, tal como lo hicieron. Sin embargo, nos ordenaron hacer las posiciones mirando al norte.
Pero en fin, la verdad es que era el único militar que parecía preocupado porque la guerra sería en serio, ya que los suboficiales sólo estaban pendientes de robarnos la comida que a su vez nosotros robábamos de los depósitos. La paradoja es que cayó herido por su propia torpeza.
El fusil de Morán, o los dos fales (11) que tenía, estaba apoyado en esa pared de su posición, cargado y sin seguro. Todavía retumban en mi cabeza sus gritos, diciendo que nunca hay que tener el fal cargado y menos, sin seguro.
Ocurrió entonces que nuestro oficial pasó caminando junto a su fusil y lo rozó, el fal se cayó y al golpear contra el piso se disparó, atravesándole una pierna a la altura de la rodilla.
Corrimos en su auxilio y ante la falta de camillas y la urgencia, tomamos una manta, lo colocamos encima y cargándolo de esta manera lo evacuamos del frente.
(11) Fusil Automático Liviano (FAL)

Se hicieron postas hasta llegar al puesto de socorro y ya no lo vimos más.
Sé que le quedó una pierna defectuosa para siempre, pero pudo volver a caminar. Que durante algunos años estuvo encargado del museo del regimiento. Quizás ahora esté felizmente retirado.
Bajamos nuestra colina hacia el Longdon y en dirección a las posiciones donde había estado la compañía C. De pronto una fila india de ocho o nueve personas se veía como adelantándose en nuestro camino. Eran los veteranos ingleses del 82 que habíamos encontrado en el acto del Remembrance Day y que ahora estaban recorriendo los campos de batalla igual que nosotros.
Hace veinticuatro años nos habíamos enfrentado, muertos de hambre y de frío, disparándonos mutuamente, sin saber bien la razón, más que la de sobrevivir. Ahora éramos dos grupos de turistas. Ellos caminando ordenadamente, guiados por Patrick, con quien al día siguiente vendríamos nosotros. Y nosotros recorriendo piedra a piedra, eliminando fantasmas como en un video game.
El piso volvía a ser como en el 82. Blando y húmedo, se hundía a nuestro paso, haciendo muy dificultosa la marcha. Rodeamos charcos que formaban pequeños lagos y lo que al principio parecía un camino corto, se fue transformando en una penosa caminata.
Un campo minado se veía al frente, perfectamente delimitado con alambres y carteles anunciando el peligro. La camioneta de Patrick Watts bordeaba el campo, llevando a los ingleses ex combatientes.
Un cañón 105 volcado sobre el terreno nos alertó acerca de la cercanía de las posiciones de la C. A poco de andar encontramos la cocina de la compañía y reconocimos los lugares que habíamos visto en las fotos de Miguel Savage. (12)
Buscamos la posición de Miguel, pero sin resultado. Recordábamos sus fotos, en particular una donde se lo ve sentado como en una barranca junto a uno de sus hijos, en el primer viaje que hiciera a las islas, pero no pudimos encontrar ese lugar.
Seguimos nuestro camino hacia el oeste y las piedras del Longdon iban tomando otra dimensión. Subimos la colina de acuerdo al orden en que se habían desplegado las distintas secciones de la Compañía B, tal como habíamos escuchado el relato de nuestros compañeros. Vimos la cocina, ya casi totalmente destruida, y una especie de basural donde habían concentrado un montón de restos de la guerra. Pedazos de carpa, hierros, maderas, vainas servidas.
Caminamos por lo que parecía una calle central en la loma y vimos aparecer las cruces y marcas dejadas por los amigos y familiares de los ingleses caídos en ese lugar.
Llegamos finalmente al punto más alto, donde se alza una cruz, muy similar a la que habíamos visto en las posiciones de la Compañía Comando, en el primer cordón de Wireless Ridge. Plateada y brillante, el sol te impedía verla de frente.
(12) Miguel Savage, ex soldado combatiente de la Compañía C del Regimiento 7 viajó dos veces a las islas, a partir de la amistad que hiciera en Buenos Aires con James Peck, un isleño artista, pintor de cuadros.


Debajo de la cruz una caja metálica amarilla guardaba el libro de visitas. Allí escribimos unas palabras y pusimos nuestros nombres. Solamente dos argentinos habían escrito algo antes que nosotros, uno desconocido y el otro el periodista-historiador Felipe Pigna.
Aquí también teníamos trabajo que hacer. La Asociación Judicial Bonaerense, el gremio de los empleados judiciales, nos había dado una placa para que la dejemos en el lugar que quisiéramos. Buscó Oscar un lugar entre las piedras, trepándose como un gato, y allí la colocó.
Nos detuvimos en un lugar que conocíamos por los relatos y las fotos. La olla de Baldini, y que los ingleses llaman “Baldini’s bowl”. Era el lugar donde había armado su posición el único oficial del ejército argentino que murió en combate. Era subteniente, es decir, el primer grado de oficial, quizás el oficial más joven del regimiento.
Hay muchas historias acerca de la forma en que murió. Ninguna me resulta totalmente creíble. La dejo para que la cuenten otros.
La tarde empezaba a caer, todavía teníamos fuerzas para seguir caminando, pero faltaba todo el camino de vuelta. De cualquier manera sería más corto, ya que desde allí se podía tomar el camino hacia Moody Brook sin volver a pasar por las posiciones de nuestra compañía.
Bajamos con la conciencia en paz, el alma limpia, la sensación indescriptible de habernos encontrado con una parte de nosotros, oscura, triste y amarga y habernos impuesto. La luz iluminó las montañas y habíamos estado allí para vivirlo y contarlo.

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