viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo VIII.-
Después de esos primeros momentos de congoja, dolor, amargura por los que no están y de alegría por estar vivos, empezamos a reaccionar.
“Ganamos, Oscar, ganamos” decía yo. Les ganamos, porque tenemos hijos, tenemos una mujer que nos quiera, tenemos familia, tenemos trabajo y estamos vivos. Vivos para volver y contarlo. Por eso ganamos.
Empezaron entonces las ceremonias que habíamos imaginado y preparado. El vino de Estudiantes de La Plata que había traído Oscar rivalizaba con el Rutini que saqué yo. Comimos los sándwiches que teníamos preparados y brindamos una y mil veces por la vida, por estar ahí, juntos, por nuestras familias, por nuestros amigos, por los que murieron en esta guerra.
A pocos metros, Luis deambulaba tocando las piedras y mirando a todos lados. Casi gateando encontró un lugar y dijo que ahí estaba su pozo. Ya no había piedras protegiéndolo alrededor. Detrás, un hueco en la turba, como una pequeña barranca fue el lugar elegido para poner su placa. Todos habíamos llevado unas pequeñas placas de acero con nuestros nombres para dejar en los lugares donde habíamos combatido.
Ahí puso Luis la suya y lo rodeamos abrazándolo mientras se quebraba por primera vez en el viaje y permitía que broten lágrimas sanadoras que rodaban por su cara. “Ya está Luisito, ya está” lo consolamos como a una criatura.
Mirábamos al frente y de nuevo escuchábamos los gritos de los ingleses subiendo la colina. Por momentos nos estremecíamos y el calor del sol nos volvía a la paz de este momento.
Hacia la derecha, las piedras de Longdon eran como agujas que herían el cielo, hoy, por fin, azul.
Comimos los cuatro, casi en silencio y tomamos del pico el vino que nos unía en ese instante mágico.
Quedaban todavía otras ceremonias. Oscar comenzó a cavar dentro de la posición con la palita de jardín que había traído Raúl. Tenía que enterrar el tesoro más preciado de su hijo Gonzalo: tres autitos que le había dado para que los dejara en el lugar donde su papá había peleado la guerra. Los tres autitos que aún guardaba, -ya era grande para seguir jugando- pero esos, los que siempre lo habían acompañado en su infancia, ahora descansarían ahí, bajo las piedras y la tierra del suelo malvinense.
Después que Oscar se restregara los ojos, secándose las lágrimas, me tocaba a mí, enterrar un rosario que Susana, una compañera de trabajo, me había dado. Sé que era un recuerdo familiar muy valioso, y emocionada lo había dejado en mis manos pocos días antes de viajar.
Hice un pequeño pozo en esa tierra que ahora no estaba tan húmeda como hace veinticuatro años, y con respeto y un nudo en la garganta lo guardé bajo la turba.
Faltaba la sesión de fotos. Primero la posición: de arriba, de abajo, del costado, del otro lado. Con nosotros parados, sentados, mirando al frente y a la retaguardia.
Ahora desplegando las banderas de la Asociación Judicial reclamando la ley porcentual. (10)
Y después con las camisetas. Oscar y yo, casi como una premonición de lo que ocurriría en diciembre de este año,
nos pusimos nuestras camisetas de Estudiantes y nos abrazamos felices y sonrientes. Raúl se puso la de Boca y lo dejamos sacarse una foto con nosotros, entre medio de los pinchas.
Una bandera argentina también flameó en esa posición, y parados en las piedras nos sacamos las fotos que llevaremos para siempre en nuestras vidas.


(10) La ley porcentual es el reclamo histórico del gremio de los empleados judiciales de la provincia de Buenos Aires. Establece una escala salarial basada en porcentajes tomados a partir del sueldo del juez de la Suprema Corte.

1 comentario:

  1. Muy buena idea Gabriel, el libro merece ser difundido, un trabajo que marcó el camino a muchos de los que regresamos después a Malvinas. Felicitaciones

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