martes, 24 de mayo de 2011

La lluvia curó las heridas


PROLOGO
Desde que volví de Malvinas en 1982 cada vez que puedo voy a la casita de mis abuelos cercana al mar, adonde ellos me llevaron desde niño, y que siento cada vez más como mi refugio. Frente a ese inmenso mar siempre miro al horizonte, como un intento de acercarme a esas tierras lejanas en la distancia, pero tan cercanas en mis sentimientos, para recordar aquellos intensos días vividos en medio de la guerra, como una herida abierta que me acompañará por el resto de mis días.
En ese lugar, mi lugar, sintiendo la brisa fría, el sabor de la sal, el viento en mis mejillas, pienso en todo lo que luchamos y seguimos luchando para alejar nuestros fantasmas, que cada tanto intentan acercarse y tratamos de alejar, como una fórmula para poder seguir creciendo, viviendo.
A medida que pasa el tiempo la trama de esa guerra se puede entender mejor y, por eso mismo, es más fácil poder contarla. La memoria se encarga de decantar los hechos. Las imágenes surgen con más nitidez en la distancia, se descargan naturalmente para sumar fuerzas para seguir viviendo.
Las páginas de “La lluvia curó las heridas” nos vuelven a llevar a Malvinas y a demostrar lo importante que es para nosotros, los que estuvimos en 1982, poder regresar a las islas, a nuestras islas. Es sentir que esas heridas que tanto nos duelen pueden cerrarse aunque los recuerdos perduren en el tiempo. Transitaremos junto a Gabriel Sagastume y sus compañeros por la turba mojada, la misma turba que nos refugió, que fue nuestra casa en medio del infierno de las bombas hace veinticinco años atrás, pero a la vez nos demuestra que hay otra realidad: que esas bombas ya no están; que sólo perduran en nuestros recuerdos y que la guerra terminó hace tiempo, que todo cambió, aunque no se borren jamás de nuestras retinas las postales de los días vividos allí y lo que sentimos por los que murieron y quedaron enterrados en el solitario paisaje de las islas.
Esta nueva historia nos narra una parte fundamental en la vida de Gabriel, que trata de restañar las viejas heridas de la guerra que se resistían a cerrarse y desgranan simultáneamente datos de la realidad exterior y de sus propios sentimientos y sensaciones. Este reencuentro con su pasado se alimenta de nuevas experiencias, anécdotas y sensaciones que afloran con el transcurrir de los siete días que dura el viaje.
La mayoría de los que pudimos regresar, comprobamos que el revivir esa parte de nuestra historia, nos sirve como un remedio reparador que nos estimula y alienta a dejar de ser sobrevivientes de la guerra para intentar vivir, vivir más aliviados, viendo las cicatrices en el cuerpo y el alma, pero cerradas, si es posible sin dolor.
Este presente nos desafía a ganarle a la guerra, a nuestra propia guerra, esa que deambulaba en nuestras mentes y que no nos deja estar en paz, esa que constantemente nos acecha. Por aquellos que enterraron sus sonrisas, esa alegría de vivir que jamás recuperaron. Debemos enfrentarnos con ese pasado, es una asignatura pendiente que aún muchos tienen. Como dice Gabriel Sagastume es poder ver una película que teníamos en nuestras retinas en blanco y negro para poder comenzar a verla en colores y a la vez es un aporte más al conocimiento y al saber de una experiencia crucial para los argentinos.
Este libro es un desafió al futuro que nos marcará como nuestros hijos una mirada llena de esperanza, apostando a la vida. Sin dudas que estas páginas nos hacen dar cuenta lo importante que es la vida.
Por la vida...

Edgardo Esteban.

Capítulo I.
Viernes a las tres de la tarde. Eduardo “el pescador” González comenzaba el recorrido para llevarnos a Ezeiza. Primero por lo de Oscar, luego mi casa, en tercer lugar lo buscábamos a Raúl y por último a Luis.
En cada puerta se hacía la ceremonia de despedida, con foto, beso y abrazo.
Había muchas sonrisas y alegrías, pero no podían esconder la tensión del momento. Nuestras mujeres nos han escuchado contar historias truculentas y se han despertado junto a nosotros y nuestras pesadillas.
No sabían si estaba bien. Tenían medio de que todo fuera una gran equivocación y que no nos hiciera bien hacer este viaje.
Tanto tiempo tratando de hacer una vida normal, que la guerra sea un hecho más de nuestro pasado, que no nos impida ser uno más. Y ahora, después de años poníamos en riesgo ese equilibro para volver a esos lugares. Al escenario de las pesadillas. A encontrarnos con los fantasmas. Y con los muertos.
Tuve una despedida amorosa. No nos dijimos muchas cosas, pero bastaron las miradas y las caricias para saber que me apoyaba en la decisión de viajar y que siempre estaría a mi lado, si llegara a fallar algo.
Se generó una espontánea cadena de apoyo y solidaridad entre las mujeres. Casi no se conocían entre sí, pero inmediatamente cambiaron teléfonos y estuvieron en contacto casi permanente mientras duró el viaje.
Los hijos lo tomaron con más tranquilidad. Para ellos nuestras historias de la guerra son algo cotidiano. No los sorprende.
En Ezeiza la espera se hizo corta, charlando con el Pescador y además con un agregado sorpresa. De repente apareció en el aeropuerto Fernando Suárez, otro ex combatiente que dos meses antes también había viajado a las islas.
Siempre se genera una solidaridad espontánea entre los que estuvimos en la guerra y Fernando, a quien he visto dos o tres veces en los últimos veinticinco años, es un tipo con el que se puede conversar como si nos viéramos todos los días.
Llegó la hora de partir y nos pusimos de pie para abrazarnos. El Pescador se quebró, y nos emocionamos todos. Fernando sonreía con su mirada de chico bueno y nos palmeaba diciendo que nos iba a ir muy bien.
Nos sentamos en el avión, sabiendo que esto recién empezaba.
Volamos a Santiago de Chile y allí pasamos la noche. El avión a las islas salía a las siete y media de la mañana del día siguiente y recién eran las diez de la noche.
El vuelo resultó agotador. Hizo escalas en Puerto Montt, Punta Arenas y Río Gallegos (!!!) (1)
(1) No fue posible comprar el pasaje Buenos Aires –Río Gallegos para tomar el vuelo desde allí.



Finalmente, el día sábado 11 de noviembre pisamos suelo malvinense, en el aeropuerto de la base militar de Mount Pleasant.
John Fowler, un isleño nacido en Inglaterra y quien se transformaría en nuestro amigo, nos recibió.
Cargamos los bolsos en su camioneta y pudimos ver amenazante, parado y apuntando a la sala de arribos, un tanque. “Quizás lo han colocado allí para impresionar a la hija de la Thatcher” dijo John.
Carol Thatcher, periodista de profesión había llegado en nuestro mismo vuelo, y luego también sería parte de nuestra historia.
Avanzamos por el camino, asfaltado sólo en algunos tramos, que une la base militar con la capital de las islas.
Luego de entrar y admirar la bahía, nuestro anfitrión nos llevó a dar una vuelta en su Mitsubishi por el pueblo y comenzamos a notar los cambios ocurridos después de veinticuatro años.
Puerto Stanley ó Puerto Argentino, ha crecido. Poco, pero notablemente para nuestros ojos. Casi todas las calles están asfaltadas. Todos los vehículos que circulan son camionetas 4x4, no sólo de los últimos modelos de Land Rover, sino también de todas las marcas que uno pueda nombrar: Toyota, Mitsubishi, Suzuki, Daihatsu, etcétera.
Hay casas de madera, como siempre, pero también hay modernas construcciones de materiales como el PVC.
Lentamente nos fuimos adaptando al tránsito súper respetuoso de todos los que conducen: se detienen totalmente en las esquinas, observan que no venga ningún auto, y recién entonces se disponen a cruzar.
No podíamos creer lo que nos estaba pasando, ya estábamos de nuevo ahí.
En el lugar de nuestras pesadillas, de nuestro pasado, donde recibimos el fuego que nos quemó para siempre, buscando, ahora, quizás, un poquito de pancután. (2)

¿Estaba bien lo que hacíamos? ¿Nos iba a hacer bien estar ahí? Todas las preguntas que nos habían hecho antes de viajar y habíamos desdeñado contestar, ahora nos las repetíamos nosotros mismos.
Queríamos ver todo de golpe. Poco a poco nos fuimos serenando.
John contó que su hijo mayor estaba a punto de salir embarcado en un buque de pesca hacia las Georgias. Le dijimos que fuera a despedirlo, que no se demorara por nosotros. Como en todos los días en que estuvimos con él, nos mostró la clase persona que era. Esperó a que llegáramos al hotel, dejáramos nuestras valijas, nos acomodáramos y lográramos dialogar con la encargada, -ya que le teníamos que pagar toda la semana de alojamiento por adelantado-, y recién entonces se fue a tratar de decirle adiós a su hijo, a quien no vería por más de un mes.

(2) “pancután” es una crema que en nuestra infancia no faltaba en ningún hogar. Curaba tanto las quemaduras del sol como la de la travesura de meter el dedo en la hornalla.


A la mañana del día siguiente, domingo 12 de noviembre se celebraba en toda Gran Bretaña y países asociados el Remembrance Sunday, con actos de recordación y homenaje a los caídos de todas las guerras. Cuando le dijimos a John que teníamos intención de presenciar el acto que se realizaría en la isla, enseguida nos preguntó si podía acompañarnos.
A las 10 en punto pasó a buscarnos y nos entregó a cada uno una “poppy”, una flor roja de papel, con un botón negro en el centro que todos, TODOS los habitantes del pueblo llevaban puesta ese día, ya sea en su solapa, campera o abrigo, o también como calcomanías en las camionetas.
Esperando en el hotel veíamos por televisión que los jugadores de los equipos de rugby que ese día disputaban una fecha más del campeonato de Inglaterra, también llevaban impresa en su camiseta una poppy.
La flor representa una amapola y recuerda una batalla en los campos de Flandes, en Bélgica, durante la 1º guerra mundial, donde murieron miles de ingleses. (3)
Cuenta la historia que las tropas avanzaron por campos sembrados de amapolas y el incesante caminar de los soldados provocó que las semillas germinaran y florecieran como nunca. Mares de flores rojas surgieron en los campos.
(3) Hay una canción de Sting donde menciona esta batalla y en
una estrofa dice:
Corpulent generals safe behind lines
History's lessons drowned in red wine
Poppies for young men, death's bitter trade
All of those young lives betrayed
All for a children's crusade
(Generales corpulentos a salvo, detrás de las líneas
Lecciones de la historia, ahogadas en vino tinto
Poppies por hombres jóvenes, amargo negocio de la muerte
Todas esas vidas jóvenes traicionadas)
Pero allí también, tendidos entre las flores quedaron miles de cuerpos, destrozados, heridos y muertos después del combate.
Esa imagen llevaron en sus cabezas los sobrevivientes y un oficial canadiense escribió una poesía, que pasaría a la historia al retratar ese momento que todos los que recorrieron esos campos llevaban en sus recuerdos. La flor roja de la amapola sería desde entonces el símbolo que recordaría por siempre a quienes murieron en la guerra.
Bajamos a la calle de la costa, a Ross Road y cruzamos el 1982 Memorial Wood, un lugar pegado al cementerio del pueblo, donde los isleños plantaron un árbol por cada inglés muerto en la guerra del 82. Un mapa hecho a mano por un artista local indica el lugar que corresponde a cada uno y el arma al que pertenecía. Así pudimos ver que hay muchos Royal Marines, muchos Parachutes, un gurkha y tres civiles, mujeres las tres, entre los caídos de la guerra del 82.
Las mujeres murieron en la casa de John, a consecuencia de “friendly fire” es decir, fuego amigo, una bomba arrojada por las tropas británicas, que en los últimos días del combate sembraba su artillería por todos lados, incluso el propio pueblo. No fue la única bomba que cayó entre la población civil, pero sí la única que causó bajas. John recibió esquirlas en una pierna producidas por esa misma bomba y todavía se le nota cierta renguera al caminar, pero no le gusta hablar de eso.
Caminamos hasta el lugar del acto, frente a una cruz que recuerda a los muertos de la 1º y 2º guerras mundiales. Yo me había puesto un gorro de lana celeste y blanco, con la firma del Diego (diez) y nos detuvimos en la calle a la izquierda de la escalinata que lleva hasta el monumento. En un momento se acercó hasta nosotros un hombre corpulento que llevaba una boina militar, John nos presentó y nos dijo que era Gary Clement, un veterano inglés del Para 2 que había decidido quedarse a vivir en las islas después de la guerra. Nos preguntó si después del acto, otros veteranos del 82 que estaban presentes podían venir a saludarnos.
Entonces John me dijo que los colores de mi gorro eran irritantes para los participantes de la ceremonia. Le expliqué que para nosotros tenían un significado más futbolístico que patriótico, pero me lo quité, porque no quería molestar en un acto de recordación a los caídos. Varios días después, John me confesó que creía que Gary venía a buscar pelea a causa del gorro.

De pronto hizo su aparición en el cab (taxi inglés) color bordó, que usa habitualmente, el gobernador de las islas, vestido con el uniforme de gala, y su sombrero con plumas. El chofer, negro, se fue a estacionar cerca de allí.
Luego de subir las escaleras acompañado de los jefes de la base militar, el sacerdote anglicano dijo unas palabras y comenzó el homenaje. Se colocaron coronas de poppies, se pronunciaron discursos, una corneta sonó y una explosión indicó que comenzaban los dos minutos de silencio. Sólo se escuchaban a las gaviotas y a los gansos, y a algunos chicos que jugaban.
Volvió a sonar una sorda explosión, el cura despidió a los presentes y el acto terminó.
Se acercaron lentamente varios veteranos ingleses y comenzamos a darnos las manos. Nuestro desconocimiento del idioma impedía entender lo que nos decíamos, pero las caras eran de respeto y amabilidad por ambas partes.
Uno de ellos tenía visibles cicatrices en la cara, a consecuencia de graves quemaduras: Nos dijo que era un sobreviviente del Sir Galahad, barco hundido en la guerra.
Otro, petiso, al preguntarnos dónde habíamos estado y mencionarle Wireless Ridge, nos dijo que allí había peleado él, como miembro del Para 2. Oscar le hizo un gesto y le dio un abrazo, y al inglés se le humedecieron los ojos.
Nos subimos al lado de la cruz y nos sacamos fotos. Las mujeres de los ingleses aparecieron también para tomarnos fotos, y sonreímos como si fuéramos un equipo de fútbol del colegio.
Volvimos a nuestro hotel a tomar un café con John. La primera emoción fuerte del viaje había pasado.

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