viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo VI.-
Con la alegría en nuestras caras y dispuestos a esforzarnos todo lo que fuera necesario, ese lunes comenzamos la caminata hasta nuestras posiciones.
Primera parada, casi inmediatamente de salir, para comprar fiambre, pan y agua en el West Store, el supermercado más grande y durante mucho tiempo el único del pueblo.
Estaban en las heladeras en exhibición esos sándwiches de pan lactal cortado en triángulo que ahora han aparecido también en los kioscos de nuestras estaciones de servicio. Estábamos hartos de comerlos porque era lo único que nos habían servido en el avión hasta Santiago y luego en el otro avión desde Santiago a las islas. Nos negábamos a comprarlos y discutíamos sobre la forma de alimentarnos hasta que descubrimos que había un sector donde cortaban fiambre, igual que en los super de acá. Grande fue también nuestra alegría cuando vimos a una morocha atendiendo, con cara de sudaca y enseguida nos habló en castellano y supimos que era chilena. Varias veces volveríamos a ese sector a comprarle jamón y queso cortado en fetas como acá.
Después de aprovisionarnos sólo nos quedaba un compromiso que yo había asumido con Adriana y era contestarle por sí o por no, si dejábamos que nos acompañe hasta nuestras posiciones de combate. Me desprendí del grupo y subí por la calle lateral de su hotel y llegué hasta el bed & breakfast de la Sra. Kay. Me sorprendió el jardín: montones de figuras de enanos de cemento adornaban el pasto, además de figuras de animales como pájaros, patos, sapos y la infaltable carretilla con plantas con flores.
Golpeé en la puerta y nadie me atendió, entonces pasé por un pasillo al costado de la casa y abrí la puerta trasera, que daba a la cocina y al comedor. Allí la vi a Adriana, descalza, sentada a la mesa conversando tranquilamente.
Salió a recibirme y brevemente le expliqué que de común acuerdo habíamos decidido que teníamos que ir solos y por lo tanto no podía acompañarnos. Le pregunté si había visto la película “Iluminados por el fuego” y al contestarme que no, saqué una copia de mi mochila y se la di. Le dije que si estaba haciendo un trabajo sobre la guerra de Malvinas no podía dejar de ver esa película que era la que mostraba de manera fiel cómo habíamos vivido el conflicto y sobre todo, la relación que teníamos los soldados con los oficiales y suboficiales.
Volví por la calle en bajada y encontré a mis compañeros tratando de hablar con un extraño kelper. Era un hombre de de baja estatura, sombrero de ala ancha y una larga barba blanca. Cuando llegué hasta donde se encontraban, el isleño ya se retiraba y no pude escuchar qué era lo que habían hablado.
Raúl se había sentado en cordón de la vereda cuando el barbudo pasó caminando. Se detuvo y pareció recriminarle la postura de mi amigo. Dijo algo así, según entendieron mis colegas, como si tenía alguna enfermedad en las piernas, que lo hubiera llevado a tomar asiento en el piso. Raúl le explicó que no le pasaba nada y que sólo estaba sentado esperando. Nos quedó la duda si se preocupaba por algún percance que hubiéramos tenido o si en realidad le molestaba nuestra presencia en la calle, y sentados de esa manera.
Salimos finalmente del pueblo, caminando por Ross Road, pasando sucesivamente frente al edificio del correo, donde muchos de nosotros estuvieron prisioneros la primera noche después de la rendición, la casa de Patrick, el monumento a los caídos en el 82, el que recuerda la batalla de la primera guerra mundial librada en esos mares (7) y la casa del gobernador.
El asfalto del camino se enangostó y volvió tener la fisonomía de esos meses del 82, mitad asfalto, mitad de ripio. Pasamos frente al club de golf y a lo lejos se veía nuestro primer destino, Moody Brook.
Aparecieron súbitamente dos galpones, uno medio destartalado a la izquierda del camino, y otro a la derecha, sobre la costa, todo de chapa plateada.
Uno de ellos había sido la morgue durante la guerra. Allí habían estado nuestros compañeros muertos. Luego escuchamos historias de los lugareños que hablan de voces que se escuchan a la noche, leyenda que ha hecho que no se pueda alquilar uno de los galpones y se haya abandonado el otro.
Allí había caído herido Julio Romero, y los fantasmas de su muerte aparecieron velozmente en mi cabeza.
Como tantas otras veces, el pasado se mezclaba con el presente, y me llevaba de nuevo ahí.
(7) batalla de la 1º guerra mundial en Malvinas- El Almirante Von Spee al mando de una escuadra alemana había salido a los mares con la misión de entrar en batalla con cualquier buque de bandera británica. Ya había tenido una victoria hundiendo barcos ingleses en Coronel (frente a las costas chilenas, en el Océano Pacífico). Luego siguió viaje doblando el cabo de Hornos con la intención de atacar a los ingleses en Malvinas y hasta se proponía desembarcar.
En Stanley lo esperaba una considerable flota británica que sabía de los planes de los alemanes. Al llegar frente a la bahía, en una decisión para algunos inexplicable, el almirante alemán ordenó la retirada sin presentar batalla. Los ingleses tardaron en reaccionar pero salieron en persecución de los alemanes provocando grandes bajas, hundiendo sus principales barcos, y provocando la caída en la lucha del almirante Von Spee. (8 de diciembre de 1914)
En honor de este almirante se construyó el famoso acorazado “Graf Spee” que fue hundido por su capitán (quien luego se suicidó) en las costas del Río de la Plata, luego de haber intervenido en otra batalla naval contra fuerzas británicas, pero esta vez en 1939 durante la segunda guerra mundial.

Era de noche todavía, estaba con Luis, con Oscar, con Witrykusz y algunos más que no puedo recordar, escondidos detrás de un jeep, para protegernos del bombardeo.
Veníamos replegándonos desde hacía horas. El camino había surgido casi como una salvación, pero todavía faltaba mucho para sentirnos definitivamente a salvo. Muchos bajaban de las montañas, desordenadamente, en un desbande generalizado que afirmaba la derrota inminente. Todos nos precipitábamos en el camino buscando llegar al pueblo.
Habíamos pasado momentos antes por el viejo cuartel de los ingleses, allí donde había armado su puesto comando el general Jofré y ya nada quedaba de esos edificios.
Moody Brook (8) era un incendio gigante. Todas las instalaciones se estaban cayendo prendidas fuego, mientras las bombas y los tiros seguían lloviendo sobre ese despojo.
Zafamos de ese infierno y comenzamos a andar el camino al pueblo cuando la artillería inglesa hizo blanco alrededor nuestro y alguien cayó al agua, allí al costado del camino, en la punta de la bahía.
Nos refugiamos detrás de un puesto de artillería argentino, que recibía el fuego y lo contestaba. Alguien nos detuvo: quién anda ahí” fue el grito que escuchamos, “somos soldados replegándonos” contestamos. Oscar tenía una esquirla en la rodilla y yo lo llevaba con su brazo sobre mi hombro. El guardia no nos dejaba pasar, hasta que una bomba silbó sobre nuestras cabezas y el recio oficial que discutía con nosotros desapareció, corriendo a refugiarse en su puesto, hecho con bolsas de arpillera rellenas no sé de qué.
Quedamos solos mirando como el milico huía, la bomba caía, y no nos hacía nada. ¿Era suerte? ¿Era la experiencia adquirida que nos hacía calcular la caída y nos permitía relajarnos y no correr? ¿O era la omnipotencia y la inconciencia que te da la vida cuando has podido ver a la muerte en la cara y seguir viviendo?
Algunos años después, alguien nos dijo que el jefe de ese puesto de artillería era quien luego fuera jefe del ejército, el general Balza. No lo sé.
Sí sé que había también un jeep junto al puesto, y atrás de ese vehículo nos pusimos para aguantar las bombas que seguían cayendo. Allí estábamos cuando pudimos ver que entre pilas de escombros y basura, a pocos metros de donde nos refugiamos, había comida. Unas latas de carne se apilaban a un costado de un pozo.
El bombardeo no cesaba, pero el hambre pudo más. Julio salió de nuestro escondite, detrás de un jeep y corrió a buscar una lata. El estruendo de la bomba nos dejó sordos un instante y la tierra que salpicó nos tapó todo el cuerpo. Julio quedó tirado boca abajo, con el culo y las piernas destrozadas.
Nos acercamos a ayudarlo. No hablaba, apenas podía quejarse. No podíamos levantarlo porque las piernas se desarmaban en nuestras manos. Se me ocurrió tomarlo del correaje y de allí lo levantamos, estoy seguro que en ese momento estaba con Luis y Witrykusz pero todo el recuerdo se me aparece como en una nube, se desdibujan las caras, las voces y los movimientos parecen en cámara lenta.
Salimos al camino y paramos un jeep que pasaba. Creo que el capitán Grau lo manejaba. A duras penas lo cargamos en la parte trasera y pidió el chofer que alguno se subiera para acompañarlo. Me subí con Julio y fuimos hasta el hospital. Lo bajamos con cuidado, de la misma forma en que lo habíamos subido, no había camillas ni enfermeros, solo colimbas que colaboraban. Entramos a una especie de galpón grande, parecía un garage o un depósito. Decenas de camas estaban en ese lugar, y en todas había heridos en estado desesperante.
Lo pusieron a Julio en una camilla y me quedé a su lado. Un cabo se acercó y me dijo que le iban a dar sangre, pero necesitaba sacármela a mí. No sé cuánto pesaba en ese momento, sólo sé que tardó muchos pinchazos en encontrarme la vena para poder hacer la extracción. La sangre finalmente fluyó hacia el frasco, que se llenó por completo y sentí que me desmayaba.
Me ordenaron que me fuera y empecé a deambular por el hospital. Llegué hasta la cocina, vacía, y comencé a revolver todos los estantes y alacenas. Encontré una lata de dulce de batata y la abrí con mi bayoneta. Me comí los cuatro kilos.
Aparecí sentado en un pasillo y allí estaba Oscar, con su rodilla vendada. No puedo recordar muchos de estos momentos y durante años Oscar me contó que había entrado al hospital apoyado en mi hombro, rengueando con su pierna herida por una esquirla.
Sí recuerdo ese pasillo, los heridos en el suelo, y especialmente a uno, medio congelado que lo habían puesto junto a una estufa a gas.
Un médico pasó revisándonos en un momento y nos colgaba tarjetitas del cuello con el diagnóstico. Yo sentía puntadas en los pies y la piel de las plantas se me había puesto negra, pero no de mugre, sino de piel necrosada. Me miró y me dijo que tenía pie de trinchera. Eso escribió en la tarjeta y allí quedé.
La historia continuó con nuestra vuelta, a bordo del rompehielos Almirante Irízar.
Pero acá estábamos, junto al galpón, viendo nuevamente al negro Romero caer herido y ese sol que no me dejaba llorar. Me empujaba hacia adelante, a volver a nuestros lugares.


(8) Moody Brook era el nombre del lugar donde estaba el cuartel de los Royal Marines hasta la llegada nuestra el 2 de abril del 82. Se utilizó como base de la X Brigada, cuyo jefe era el general Oscar Jofré.

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