viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo X.-
Al día siguiente, martes, habíamos quedado en volver a nuestras posiciones junto con Patrick. Así habíamos arreglado en la casa de John, el domingo a la noche cuando nos invitó a comer. De cualquier manera, cuando regresábamos de las montañas esa tardecita del lunes, nos encontramos con Patrick en la puerta del correo. Detuvo su camioneta, y luego de reconfirmar la salida del día siguiente nos informó los resultados de los partidos de fútbol del domingo, que no habíamos podido averiguar hasta ese momento. “Ganó Estudiantes tres a cero, Boca ganó tres a cero también y Gimnasia perdió tres a uno” nos dijo con el acento típico del inglés hablando castellano. Explotamos de alegría los pinchas, Oscar y yo; Raúl, hincha de Boca puso cara como demostrando su acostumbramiento al éxito, y Luis, lo mismo, pero al revés, es decir, acostumbrado a que al Lobo le vaya mal.
Puntualmente a las diez de la mañana llegó la camioneta Land Rover de Patrick que ya habíamos visto pasar el día anterior por el campo, y luego de cargar algunas provisiones, arrancamos. Previo a tomar el camino hacia las colinas, el kelper nos dio una vuelta por el pueblo indicando lugares que eran de interés para la historia de la guerra. El lugar donde ahora funciona el único restaurante, el Brasserie, había sido un supermercado llamado Globe, igual que el pub. Fue ocupado por oficiales argentinos que antes de la rendición lo prendieron fuego.
Luego nos mostró el lugar donde había funcionado la escuela hasta que también fuera ocupada por oficiales argentinos. Y aquí nos contó una extraña y desagradable historia. Dijo que los niños de hasta determinada edad que había en el pueblo fueron desalojados y separados de sus familias por orden de las autoridades argentinas y traslados hasta Darwin, supuestamente, para su protección. Que un isleño que hablaba español fue designado como una especie de tutor de todos los chicos para que los acompañara en su estadía, lejos de sus familias.
No nos resultó creíble al principio lo que nos contaba, pero pensando en las atrocidades que el gobierno militar hizo durante el “proceso”, no resultaría nada extraño que fuera cierto.
Pasamos también por la puerta de la radio, donde Patrick trabajaba cuando sucedieron los hechos del 2 de abril del 82.
Tomamos Ross Road y salimos nuevamente junto a la bahía en dirección a los cerros del oeste.
En un momento se detuvo, y nos señaló el preciso lugar donde el 14 de junio del 82 había encontrado dos cuerpos de soldados argentinos muertos, tirados sobre el camino.
El camino se enangostó, una mano pasó a ser de ripio, y rápidamente llegamos a Moody Brook. Allí dio una pequeña vuelta señalándonos la vieja planta potabilizadora de agua que nosotros bien conocíamos y un medio caño, todavía camuflado, pintado de colores verdes y negros, igual al que estaba pintado de blanco y que habíamos usado la primera noche de nuestra llegada a las islas en el 82.
Dos casas particulares se levantan próximas a donde otrora estuvieran los galpones del viejo cuartel de los Royal Marines, adonde veníamos a robar comida.
Frente a ellas nace el camino que cruzando el valle entre Tumbledown y Wireless Ridge, lleva a Longdon. Subimos un trecho por el camino y de acuerdo a lo que le habíamos contado nos llevó a la cima de Wireless Ridge. Pero a poco de llegar nos sorprendimos al ver que no era nuestro lugar.
“This is not Wireless Ridge” le dije en mi inglés primitivo. “Yes, is Wireless Ridge” me contestó él y como asegurando su respuesta detuvo la camioneta junto a un cañón 105, evidentemente argentino.
Bajamos de la camioneta y recorrimos un poco la zona y llegamos a la conclusión de que la Compañía Comando de nuestro regimiento se había extendido en el terreno mucho más de lo que nosotros pensábamos.
Era evidente que allí había posiciones argentinas y no había habido otro regimiento que no fuera el 7.
Subimos a la camioneta y le indicamos con señas el lugar hacia donde se encontraban nuestras trincheras. Dudó de hacernos caso, pero ante nuestra insistencia, y afirmando además que el día anterior habíamos estado allí, fue que retomó el camino y luego cruzó a campo traviesa en dirección a nuestras indicaciones.
Detuvo la camioneta justo debajo de la posición de Oscar y mía. Se la mostramos y vio las vainas servidas y los restos de carpa. Luego fuimos hasta la de Depino y Morán y le contamos que allí estuvo el único oficial que quizás hubiese podido guiarnos en el combate, pero que lamentablemente fue evacuado antes de que los ingleses nos atacaran.
Dijo que muchas veces había pasado por esos lugares y nunca había visto estas posiciones. Le mencionamos el cañón 105 de nuestra compañía, el del Tano Postogna, y dijo que nunca había visto un cañón por allí.
Avanzamos por el campo, cruzamos alambrados que antes no existían, y justo frente a donde ahora han construido un puente que cruza el río Murrell descansaba, mirando hacia el pueblo, el cañón 105 de la A.
Allí nos sacó una foto a los cuatro, abrazados al cañón. Le dije que iba a tener que sacar tres fotos, pensando en que queríamos una con cada máquina que habíamos llevado. Pero mi explicación en inglés fue tan mala que sacó nueve, tres fotos con cada cámara.
Luego volvimos sobre nuestros pasos y quedó maravillado con la visión de nuestra cocina. Mucho tiempo hacía que buscaba “esa” cocina. Nos dijo que meses atrás un grupo de historiadores ingleses había llegado a las islas con varias fotos de los momentos de la guerra para tratar de ubicar ahora esos mismos lugares. Contó que entre las fotos, había una, donde se veía a un grupo de soldados argentinos comiendo alrededor de una cocina. La foto la debió haber tomado algún argentino y luego, no sabemos cómo, fue a parar a las manos de estos ingleses.
Dijo que luego de recorrer Tumbledown, Longdon y Dos Hermanas, no habían podido encontrar esa cocina, el lugar preciso donde se tomara esa fotografía.
Al ver la foto al unísono le dijimos que era la cocina de la A. La nuestra. No nos creía que pudiéramos resolver así el enigma de la excursión de los historiadores ingleses, pero cuando lo llevamos frente a la gran piedra, a cuyos pies todavía, igual que en el 82, descansa la cocina de la Compañía A, quedó deslumbrado ante el hallazgo.

Vuelvo a ese lugar, a nuestras posiciones y la noche del 13 de junio vuelve a mi cabeza, con sus luces, fuego, gritos y llantos.
Primero vi un cohetazo. Un resplandor y una bola de fuego como de cuarenta centímetros de diámetro que pasó volando sobre nuestras cabezas y pegó donde estaba la MAG de Saavedra. Después otro, y otro y cada uno iba a pegar donde estaban las otras ametralladoras.
Nos habían visto, sabían dónde estábamos y les acertaban a las armas más importantes que teníamos.
La primera bola de fuego hirió a alguien, pero no puedo recordar quién era. Dos cabitos de 17 años fueron los que primero salieron. No recuerdo sus nombres pero fueron los que gritaron primero y atrás salió el Gringo. Yo busqué refugio en su posición. Arrastraron al herido, y creo que algo manoteé para ayudar. No sé que fue después de él.
Caía algo blancuzco y frío y recuerdo que algunos discutían si era nieve o “aguanieve” y yo no entendía cuál era la diferencia. Nunca en mi vida había visto nevar.
Al caer esa escarcha helada el viento se detenía y los ruidos de las explosiones quedaban como en un segundo plano. Suspendidos en el aire, el sonido y el viento, la lluvia-nieve y los proyectiles.
De tanto en tanto se iluminaba todo el cielo. No había luna, estaba nublado, pero las bengalas nos descubrían las caras mugrientas y barbudas.
Y enseguida otra lluvia. Las municiones trazantes que pegaban por todos lados haciendo saltar pedazos de roca y tierra. Eran como fuegos artificiales pero en la tierra, no en el cielo.
Brillantes, rojos y amarillos, los tiros de fusil pasaban iluminando instantes. Volaban por arriba y por los costados de nuestras cabezas y nos sentíamos inmortales.
Como en un sueño veíamos pasar corriendo a unas figuras que eran como nosotros mismos. Acostados contra el piso, nos quedamos inmóviles de frío-miedo-hambre. El Gringo nos despertó.
-¡Tiren la concha de su madre! ¡Ahora se levantan y tiran la reputa madre que los parió!
Y nos arrodillamos y empezamos a tirar. Como zombis, mecánicamente, mientras escuchábamos a nuestros corazones latiendo al compás de las bombas y los disparos de ametralladoras. Nos estallaba el pecho de miedo y empezamos a tirar. El Gringo, parado, al lado nuestro era un gigante.
Recuerdo haber cambiado el cargador después que se trabó. Recuerdo que alguien tiró una granada, quizás dos. Recuerdo los gritos de un cabo que decía que se iba, que lo siguiéramos. Recuerdo caras de gente que quiero, que aparecían como fantasmas en el aire.
Me siento ahora, todavía, ahogado, tratando de alcanzar una altura, a pocos metros detrás de nuestra posición, creyendo que llegaba a casa.
O quizás no, que finalmente me enfrentaba al precipicio, al abismo que estuvo siempre ahí, adelante o atrás de nosotros. El destino inevitable adonde debíamos caer. Adonde iban cayendo todos los muertos, los heridos, los amigos, los padres, los hermanos, las novias, todos en un huracán descendente alejándose del sol, adentrándose en la noche, en lo oscuro, en la negra, verde y roja muerte…
Casi sin poder respirar, agitado por el esfuerzo y el terror logré dar la vuelta a la cima de la pequeña colina.
Pasada la altura supe que me iba a salvar.
Estoy en el camino a casa, estos son los primeros pasos de los cinco mil kilómetros que me separan de la calle 59 de La Plata.

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