viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo XII.-
El ambiente del comedor de nuestro hotel ya nos había empezado a aparecer más familiar. Nuestras torpezas con el idioma se veían compensadas con las sonrisas de Linda y Sharon, las empleadas que ya sabían de nuestros problemas para pedir la comida.
Inmediatamente de saber los nombres de ellas quisimos conocer los de de los demás empleados que todos los días veíamos en el desayuno y muchas veces también a la noche. El que estaba a cargo de lo que sería la parrilla, -en realidad unas planchas donde se hacían las hamburguesas, las salchichas y los pedazos de panceta-, se llamaba Marlon, pero nosotros, por sus rasgos orientales lo bautizamos Hop-Sín como el cocinero de los Cartwright, la familia de la serie Bonanza.
El morocho que sacaba las botellitas de cerveza de la heladera se llamaba Lito, y el nombre pegaba, porque por el aspecto físico bien podía ser un sudaca como nosotros.
Eran oriundos de la isla de Santa Helena, una posesión británica en el océano Atlántico, a 2.800 kilómetros de la costa de Angola, entre Ascensión y Malvinas. En realidad las islas de Ascensión y Tristán da Cunha son dependencias administrativas de Santa Helena. Allí estuvo prisionero Napoleón, y si bien originalmente fue un dominio portugués, se la disputaron durante un tiempo Holanda y Gran Bretaña, resultando desde 1651 una posesión inglesa hasta nuestros días.
El comedor del “Shorty’s” era el único local de comidas rápidas del pueblo. Era común ver a grupos de adolescentes reunirse a cualquier hora a comer sus hamburguesas con papas fritas y nos llamaba la atención el efecto que la mala alimentación causaba en los jóvenes: muchos se veían con graves problemas de obesidad.
Nuestro presupuesto no daba para grandes cenas así que el hotel era un lugar muy adecuado para la hora de la comida. Una cena en el Brasserie (el único restaurante-restaurante del pueblo) podía costar 20, 30 ó más libras por personas, es decir, 40, 60 ó más dólares. En cambio una hamburguesa con queso, panceta, tomate y lechuga con una cerveza en el Shortys costaba 10 libras.
Siempre eran cuatro menús iguales y sólo variábamos en la cerveza, tres Heineken y una Guiness para Raúl.
El horario era estricto. En todos los pubs o bares la cocina cerraba a las 20 horas. El Shortys era el que más tarde cerraba, a las 20.30. Pero si llegábamos cinco minutos tarde, nos cerrarían la puerta en la cara.
Una noche intentamos ir a comer a un bar, relativamente cercano al hotel y bastante alejado del centro del pueblo. Caminamos por la costanera hacia el este y la falta de conocimiento acerca del largo de las cuadras nos hizo llegar sobre la hora fatídica de las 20. A las 20.05 ingresamos al “Narrow” y ante nuestra irrupción todo el local se transfiguró: la empleada que atendía la barra guardó rápidamente las cartas bajo el mostrador; unas mujeres que jugaban a los dardos en un costado detuvieron su juego y nos miraron; toda la gente que estaba en las mesas se quedó en silencio y sentimos que sus las miradas convergían sobre nosotros. Después de un tímido intento de pedir que nos dieran algo de comer, volvimos sobre nuestros pasos y salimos a la calle. Como en una película, después que cerramos la puerta detrás de nosotros, la vida en el bar volvió a la normalidad.
Una tarde, sentados en el comedor del hotel, tomando una cerveza y charlando, conocimos a un personaje de la isla.
Apareció un hombre, más o menos de nuestra edad (44) que hablando un castellano bien argentino nos preguntó si nosotros éramos “los argentinos”. Nos dijo que se llamaba Carlos y que él también era argentino. Lo invitamos a la mesa y luego de una corta conversación de presentación nos invitó a dar una vuelta en su camioneta por el pueblo.
Salimos con él y nos llevó hacia la zona donde el regimiento de Raúl había estado durante la guerra. Le contamos de nuestra dificultad para orientarnos en esa zona debido al crecimiento de pueblo hacia el este y nos confirmó acerca de los pozos argentinos que había sido tapados por gente del pueblo con basura.
Incluso nos llevó hacia la costa, mostrándonos el basural, el lugar adonde se tira la basura del pueblo, muy cercano al mar y a los lugares donde el 6 de Mercedes había acampado.
Raúl, que seguía buscando posiciones en esos terrenos, encontró un pedazo de la tela de una carpa y lo guardó prolijamente en una bolsita de nylon.
Debimos atravesar un campo minado a cada lado del camino para llegar al basural, y nos contó de un accidente en el cuál una mina explotó produciendo un incendio que provocó gran temor en los pobladores, atento el peligro de que el fuego se propague por la turba que cubre todo el terreno, hacia las casas.
Luego de dar vueltas nos invitó a su casa a comer unas pizzas. Dudamos en aceptar el ofrecimiento y todos nos miramos extrañados. No se trataba de hacer cumplidos, sino que todos habíamos tenido la misma extraña sensación frente a las cosas que decía nuestro compatriota y la manera de expresarse.
Nos había contado que había vivido en distintos lugares del mundo, entre ellos Irak y Kuwait. Ante las caras de sorpresa explicó que había trabajado para las Naciones Unidas.
Dijo que había conocido en la Argentina, en San Miguel, provincia de Buenos Aires, a una mujer isleña con la que luego se casó y se vino a vivir a Malvinas. Que tenía dos hijos y que su mujer trabajaba de policía en Stanley.
Dijo que su segunda profesión era fotógrafo, pero no explicó cuál era la primera. Que estaba trabajando de “butcher” (carnicero) y también como empleado de limpieza del colegio.
Finalmente aceptamos la invitación, fuimos al supermercado y él compró las pizzas y nosotros las cervezas.
Llegamos a su casa y nos permitió usar la computadora para mandar correos electrónicos a nuestras familias.
Estaba solo y dijo que su mujer se había ido con los chicos a la casa de una amiga.
Comimos y tomamos cerveza, hablamos e hicimos chistes como en cualquier reunión. Pero poco a poco se veía que lo que sospechábamos sería cierto. Luego de un chiste de mal gusto que Carlos le hizo a Oscar, nuestro amigo no se quedó atrás y lo insultó de todas las formas posibles. Calmamos la situación apelando a las risas y al humor pero ya era tiempo de irse a dormir.
Como demostrando su actividad fotográfica nos mostró un trípode, pero se excusó diciendo que en ese momento no tenía cámara de fotos. Usamos el artefacto para poder sacar unas fotos en las que saliéramos todos, y cuando nos estábamos yendo nos dijo que nos regalaba el trípode.
Le dijimos que no, que era demasiado, que agradecíamos su hospitalidad pero que no podíamos aceptar el regalo.
Oscar era el único, que todavía caliente por la joda que Carlos le había hecho decía que sí, que se llevaba el aparato.
Finalmente salimos a la calle y cuando nos estábamos por ir Carlos le dice a Raúl:
-No te olvidés el paño de carpa…
-Ah, gracias, dijo Raúl que había dejado la bolsita con el pedazo de tela en el asiento de la camioneta.
Volvimos caminando hacia el hotel y cuando llegamos a la curva cercana a la casa del gobernador explotamos de la risa.
Era evidente que Carlos había sido o era milico. Nadie dice “paño de carpa” si no estuvo en el ejército.
Sus trabajos para la ONU en Irak y Kuwait no podían ser otra cosa que formar parte de las tropas que allí se habían desplegado y de la cuales Argentina había participado durante los gobiernos de Menem.
Nos sacamos una foto, todos abrazados, parados en el medio de la calle, en esa famosa curva, aprovechando el trípode que Oscar se había ganado y nos reímos como chicos en viaje de fin de curso.

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