viernes, 27 de mayo de 2011


Capítulo XIII.-
El miércoles, tal como habíamos quedado con John, iríamos al cementerio de Darwin.
Puntuales como ingleses, a las diez de la mañana ya habíamos desayunado y esperábamos a nuestro amigo isleño sentados en un banco de la galería del hotel con nuestras mochilas listos para partir.
Llegó John en su Mitsubishi y demostrando nuevamente su humor nos vio y nos preguntó:
-¿No vieron a unos argentinos que quedé en pasar a buscar a las diez?
No podía creer que estuviéramos listos a la hora programada.
Cargamos los bultos en el vehículo y salimos hacia el oeste, por el camino que también lleva a la base de Mount Pleasant.
Empezó a llover y el día volvió a ser como los de aquellos meses de 1982.
Pero eso no nos bajoneaba. Al contrario, queríamos vivir las mismas sensaciones climáticas que en la guerra, pero ahora, claro, lógicamente, bien comidos y bien vestidos.
Esa misma mañana, mientras Oscar se disponía a ducharse y los demás tomábamos mate sentados en el banco de la galería vimos de pronto algo que nos trajo tristeza-alegría, como en muchos momentos de nuestro viaje: empezaron a caer copos de nieve. Primero una fina lluvia, luego el viento se detuvo y de a poco, los copos blancos inundaron la calle como poniendo un mantel sobre la mesa.
Salimos a la intemperie gritando y saltando como criaturas.
-¡Vení Oscar, vení mirá! Gritábamos desesperados. No queríamos que se pierda el espectáculo de la nieve.
Se volvió a poner su equipo FP (13) Adidas auténtico y salió a calle junto con nosotros, que nos mirábamos la ropa llenarse de copos blancos y posábamos para las fotos.

El camino hacia Darwin empezaba asfaltado, pero enseguida se volvía de ripio. John nos contaba historias de cuando había venido por primera vez a las islas, para instalarse como director de la escuela de Puerto Darwin.
Nos dijo que había nacido en York, Inglaterra y estudiado allí. Y que un día recibió la propuesta de viajar a las islas para hacerse cargo de la escuela que había en Darwin.
Así conoció a su mujer y tuvo a su primer hijo. Decía que en esa época casi no había camino de Darwin a Stanley, sólo una huella y John atravesaba los campos con su moto todo terreno para poder ir a ver a su esposa, al hospital del pueblo, próximo ya a nacer el bebé.
(13) FP: Feria Paraguaya. Durante todo el viaje hicimos chistes sobre los buzos que casi todos teníamos comprados en la feria paraguaya, imitación de las marcas conocidas. Permanentemente Raúl y Oscar se cargaban señalándose la ropa y preguntando: “¿Ese es posta?” “Re posta…” “No… es FP”


Las ovejas que cruzábamos en la ruta huían espantadas al ver acercarse la camioneta, y enseguida hicimos el chiste de que sentían olor a vetuka, (14) por eso corrían.
(14)Vetuka es un término despectivo que se deriva de la palabra “veterano”. Entre nosotros mismos nos hacemos bromas cuando queremos referirnos a las actitudes negativas o a las locuras de los veteranos de Malvinas.
“El vetuka no puede trabajar” es una frase clásica que nos decimos nosotros mismos, burlándonos de nuestro stress post traumático y las secuelas de la guerra.

En un momento el camino se abre en dos: hacia la base militar o continúa hacia el oeste hacia Darwin.

Anduvimos más de una hora y luego de dar una pequeña curva que permite observar el puñado de casas junto al mar que resulta ser el segundo pueblo en importancia de las islas, las blancas cruces del cementerio aparecieron ante nuestros ojos.
Mil fotos y películas habíamos visto con imágenes del cementerio, pero no era igual a lo que ahora teníamos enfrente.
La camioneta tomó un camino de pedregullo y se estacionó en un lugar reservado para eso. Un sendero de piedras llevaba desde el estacionamiento hasta el portoncito que cierra el cerco de madera que rodea todo el cementerio.
Abrimos el portón y una furiosa lluvia con granizo nos recibió. Caminamos mudos, buscando nombres, siguiendo un riguroso orden para no pasar de largo por ninguna cruz.
Algunos los esperábamos y su aparición golpeaba menos que aquellos nombres que inesperadamente leíamos en el mármol y velozmente nos llevaban a una cara, perdida en las nubes de estos veinticuatro años de sueños y pesadillas.
La lluvia no dejaba leer con claridad los nombres en las lápidas y teníamos que pasarle la mano a las letras en bajo relieve para descifrarlas.
Nos dispersamos espontáneamente, buscando cada uno su momento. Nos reencontramos frente a la gran cruz del centro y del frente, la que está rodeada de las listas de los nombres de todos los caídos, estén o no allí enterrados.
Un hueco de piedra con puerta de vidrio está vacío, esperando la imagen de la Virgen de Luján que llegará el día que sea inaugurado el cementerio oficialmente, a partir de su modificación y su nueva administración. Un cartel anuncia que desde el 14 de julio de 1999 la Comisión de Familiares se encarga del mantenimiento del lugar.
John demostró una vez más su calidad de persona, colocándose una poppy en el pecho, en homenaje a nuestros muertos y manteniendo un respetuoso silencio a un costado, dejándonos hacer. Sólo se animó a interrumpir este momento cuando se acercó para darle un fraternal abrazo a Raúl, que no podía parar de llorar.

Volvimos a la camioneta y tratando de despejarnos un poco nuestro amigo isleño nos invitó a conocer a la gente que trabaja en la empresa que está buscando oro en Goose Green. Un poco se burló de las posibilidades de éxito en la búsqueda, pero dijo que el cocinero era amigo suyo y que podíamos ir allí para tomar un café.
Apenas hay unos cientos de metros de distancia, desde Darwin a Goose Green y los despoblados galpones de antaño, a raíz de la actividad de esta compañía minera, ahora reciben más pobladores que su vecina Darwin.
Entramos a una de las construcciones y luego de dejar las camperas, los gorros y las botas en el porche, tal cual como se hace en casi todas las casas de las islas, entramos a un lugar bien calefaccionado donde nos recibieron dos chilenos, uno de los cuáles habíamos conocido en el avión, cuando nos permitió mirar por su ventanilla las islas antes de aterrizar.
Había un hombre que era una especie de capataz, rubio, de pelo largo y barba, era australiano y también había una mujer, chilena, que motivó enseguida los comentarios bien argentos, de qué estaría haciendo esa chica entre medio de hombres, para luego directamente especular respecto de quién sería el “novio”.
Pasamos a un especie de comedor, donde se veía una gran mesa y al costado otra, pero preparada para jugar al ping pong; una larga mesada con tazas, platos y cubiertos, y varios tarros de te, café y galletitas, invitándonos los locales a que nos sirviéramos lo que quisiéramos.
Nos tomamos un largo café, matizado con unos partidos de ping pong. Me llamaron la atención los mapas que colgaban de las paredes, que mostraban además de los lugares del terreno donde se habían hecho las excavaciones y las que se programaban a futuro, también uno de la Antártida, exhibiendo los reclamos de soberanía existentes.
Nos despedimos agradeciendo el café y volvimos a la ruta para ir a San Carlos. Antes de eso, John nos dijo si queríamos desviarnos un poco del camino para ver una pingüinera, lo que aprobamos inmediatamente.
Detuvimos el auto a un costado del camino y lentamente nos fuimos metiendo en un terreno hasta llegar a pocos metros del lugar donde cientos de pingüinas se encontraban empollando sus huevos. Nos tiramos al piso para no llamar tanto la atención, pero de cualquier manera, uno de los machos, con pinta de jefe, se me acercó haciéndose el distraído, como relojeando qué era lo que estaba pasando.
Sacamos fotos y después de acercarnos hasta la orilla del mar, que se encontraba a poca distancia, volvimos a la camioneta para seguir el camino hacia el lugar donde los ingleses habían desembarcado en el 82.
Antes de llegar a San Carlos, pasamos por los lugares cercanos a Darwin y Goose Green donde se había combatido.
Unas suaves planicies, con pequeñas ondulaciones era el lugar de la batalla. El viento soplaba y movía los yuyos y juncos haciendo olas en el campo.
En un lugar marcado se erigía el monumento al teniente coronel Jones, el oficial de más alto grado muerto en combate, jefe del Batallón 2 de Paracaidistas. En algún momento se hizo correr el dato de que había sido atacado cuando avanzaba despreocupado porque desde una posición argentina habían agitado un trapo blanco, de rendición. Pero la versión más fidedigna, aún del lado de los británicos, es que se trataba de un tipo que no medía muchos los riesgos y que murió en su ley.

Hicimos un alto para almorzar y John nos mostró el lugar donde Charles Darwin acampó cuando en 1833 llegó a estas costas como parte de su famoso viaje alrededor del mundo.
En un lugar un poco a cubierta del viento, frente a la costa, nos sentamos, mirando el mar profundamente azul y algunos patos y gaviotas que venían a la orilla al vernos.
Sacamos nuestros sándwiches y John aportó unas especies de empanadas que venden en la única panadería del pueblo, atendida por un chileno. Abrimos una botella de malbec argentino y brindamos por la vida.
Este fue el momento en que Oscar aprovechó para hacer algo que había pensado y me había comentado. Estábamos tan a gusto con John y nos parecía tan buen tipo que quería regalarle algo que sea significativo, por lo menos para nosotros. Entonces sacó del bolso la camiseta de Estudiantes que había llevado y se la dio, aclarando lo que simbolizaba nuestro amor al fútbol y a esos colores.
Brindamos nuevamente y nos sentamos a sentir el viento en la cara, con la panza llena y el corazón contento, como decían nuestras abuelas.

Existen dos lugares muy cercanos entre sí que tienen que ver con la guerra y más precisamente con el desembarco británico: San Carlos y Puerto de San Carlos. Los separa una pequeña península y a ambos lados de ella se estableció la cabecera de playa de los ingleses durante la guerra.
Todos los libros que hablan del conflicto destacan la sorpresa que se llevaron los británicos al llegar a un lugar, que creyeron poblado de soldados, y encontrarse con la soledad y la facilidad completa para desembarcar tropas y pertrechos.
En este lugar existía una compañía pesquera y en sus galpones e instalaciones se armaron un hospital de campaña y luego un campo de prisioneros.
Aquí también se resolvió, después de finalizado el conflicto, construir un cementerio para aquellos británicos que decidieron quedar enterrados en estas islas.
El cementerio inglés está dentro de un corral de piedra, típico de las islas, resabio de la época en que había gauchos. De aquella época también han quedado los nombres de casi todas las partes de la montura igual que en nuestro campo, es decir, por las denominaciones argentinas: apero, estribo, freno etcétera.
Una vez que se ingresa por un pequeño portón similar al del cementerio argentino se puede ver a la derecha el libro de visitas, para dejar escrito algún recuerdo o mensaje.
Hay pocas tumbas, y entre ellas las del famoso coronel Jones ya nombrado. Están dispuestas de manera de que no se junten los infantes de marina con los paracaidistas, manteniendo la rivalidad que tenían en vida.
Siempre hay coronas de poppies adornándolas. Tienen una lápida de piedra con el nombre, el regimiento donde prestaron servicios, la fecha de su muerte, la edad que tenían, y sólo varía la frase que le colocan al final, como por ejemplo “you remain in our hearts forever a hero” u otras por el estilo, pero dando la impresión de que han sido frases escritas o elegidas por algún familiar del fallecido.
También se ven boinas y objetos dejados por sus amigos o camaradas, hasta había un muñequito de un perro bulldog vestido con una camiseta con los colores de la bandera del Reino Unido.
Desde la entrada del cementerio baja una escalera construida en las piedras que lleva a una pequeña playa y al mar. No creo que haya sido casual esta construcción, sino que debe tener alguna interpretación que vincule el mar, los barcos, la guerra y la muerte.
Dejamos nuestro mensaje en el libro de visitas, que se guarda en una pequeña caja al costado del portoncito de la entrada.
Volvimos cansados y callados. De pronto la música comenzó a sonar en la Mitsubishi de John, una voz conocida nos volvía a la realidad, a la vida y nos traía nostalgia, Mercedes Sosa cantaba y poco a poco comenzamos a cantar todos con ella.

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